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Platicando con...

Actualizado: 15 ene

EntreTmas Revista Digital tiene en esta oportunidad el agrado de acercarlos al poeta, periodista y Magister en Escritura Creativa y profesor de Letras y Literatura ecuatoriano Xavier Oquendo Troncoso.



Soy un niño para siempre. Mi infancia estuvo ligada siempre con el juego extraño. Con lo alternativo. Odié los deportes y los juegos en grupo y esas actividades de integración que tanto trauma han causado a los niños solos. Amé los juegos solitarios. En el patio de la casa de mi niñez creé un universo: la palma era un país, el limonero, otro, el techo era un lugar donde jugaba a cantar. El canto fue mi refugio y mi distracción favorita. De tapia en tapia fui creyéndome un cantante popero y fui muy feliz. Por suerte tuve amigas, amigos, hermana, una madre cómplice, un papá que celebraba mi libre alegría, unos abuelos generosos que aplaudían cualquier gesto lúdico, algunos árboles y algunas paredes cómplices de mis juegos: pasé de jugar al cantante, a ser actor y profesor. Luego “compuse canciones” y hablé de lo que hablaban los grupos de moda de los años 90: el cine, el problema social, el amor desgajado en dolor, la tristeza impuesta en un trunco romance. No leí en mi niñez, ni tuve libros compañeros, ni sueños con personajes de Andersen, de Dickens o de Verne. Leí algunos Atlas. Amé la geografía, los colores de los países, la orografía y la hidrografía de ese universo cartográfico atravesado por meridianos y hemisferios. Amé los mapas, los almanaques y las páginas verdes de las guías telefónicas y turísticas y los álbumes de cromos sobre lugares del mundo: era una tentativa del amor que iba a tener, a futuro, por los viajes. De lo que sí estoy seguro es que la niñez dura toda la vida.  

 

Tuve mis propios dolores de solitario compulsivo: una escuela “dura” como es merecido, una adolescencia gobernada por el deseo de ser exactamente lo que no era, lo que nunca iba a ser. Luego, en el bachillerato, descubrí que tenía ímpetu real para cantar e hice unos intentos. Y luego, por fin, apareció la versificación. Unas líneas versales muy ingenuas, retóricas, prosódicas, inservibles, obsoletas. Unas páginas basadas desde la más recóndita esquina del modernismo, algunas, incluso, desde un romanticismo simplón, desgarbado, impoluto. Nada de ver la luz del infierno rimbaudiano, ni de ser una sombra de ningún infante terrible. Todo normal: un versificador con los temas de siempre, con la visión exagerada, con la comparación obvia. No hubo corazón primero para la poesía verdadera: ni un acercamiento a Baudelaire o Verlaine, ni un paso más allá de los poemas rítmicos de Rubén Darío, ni de la obra de Vallejo, ni de Dávila Andrade, ni de Adoum. Hubo solo guiños de ojo e incomodidad. Pero también hubo recompensa en medio de mi timidez, de mi silencio, de mi falta de socialización: el poeta del curso, el poeta del colegio era yo. Y otros eran los atletas, los futbolistas, los populares.  

 

Amé las clases de literatura. Las amé con fruición: con amor real. La profesora vestía de negro, era muy estricta. Ella sintió que yo amaba su cátedra. Me enseñó los versos de inicio de la vida: romances españoles, poesía elegíaca, versos de amor políticamente correctos, alusiones reiteradas de la belleza del paisaje, el ritmo de la rima consonante y la asonancia de la respiración de poetas populares, la reivindicación de las primeras vanguardias, el discurso oficial de la poesía para colegiales. Tampoco me vino ni Valeri, ni Cernuda, ni Huidobro, ni Gelman. Apenas algo del mar de Neruda, aparte de los poemas de amor más conocidos, algo de los Heraldos negros, una cosita pequeña y discurrida del Romancero gitano y la forma exacta y rimbombante más alegórica y colorida de los poetas modernistas ecuatorianos y sus sonetos que luego fueron pieza fundamental de la canción popular: acompasados con el pasillo y la pena trágica y la luna enferma y Dios como el dolor más grande y la muerte como algo lejanísimo y triste.  Sentí los 16 y 17 años como un tiempo de espinas y de condena hacia las primeras pelusas adversas del amor doliente y perverso que pasa luego de cualquier otro viento que llega a cambiarnos las fichas. 

 

En 1990 salí del colegio creyéndome poeta. Había escrito (lamentable y lastimeramente) unos textos ampulosos y desagradables con los que armé un cuaderno de versos lleno de errores tipográficos y de toda índole. Le puse un título mamarracho: “Ahora que soy joven” y lo presenté una noche de noviembre de 1990, entrando ya al primer año a la Facultad de Comunicación Social, con una cantidad de amigos y familia, en una sala de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Ese día llovía. También lloré, creyendo que no llegaría nadie a la cita. Pero llegaron todos, desafortunadamente: todos los que quería, los que me querían, estuvieron: padrinos, cómplices y encubridores. Por suerte siempre nos salva la memoria de corto plazo que nos gobierna las neuronas y la falta de interés colectivo por lo que yo llamaba poesía. Así comenzó mi entrega formal a ella, hace 32 años. De esos poemas no queda nada: ni siquiera un verso. Solo recuerdo que fueron escritos en una máquina de escribir. Solo el ímpetu de que había que buscar la poesía en la vida. Y que esos versos cosechados no son para la memoria. Solo sirven para el comienzo. El principio. 

 

Los años de la universidad hilvanaron algunas líneas descriptivas, asombradas por la belleza de la contemplación del paisaje y de la voz que me decidí a construir en medio de las lecturas y de las novedades que la poesía tenía esperándome en el sonido y en las circunstancias. Recuerdo haber escrito unos cuadernos repletos de “paja” y “ripio”: puros textos nacidos de la emoción sin rigor, del aprendizaje de los metros puros (escribí un libro solo de sonetos, de ellos se salvaron algunos que me acercaron a la poesía para niños). En esos tiempos -y hasta ahora- siempre quise conocer a los poetas y entender su oficio, su proceso, su complicidad. Me fui alimentando de las emociones y las historias de los vates: Manuel Zabala Ruiz (Riobamba, 1928-2015) fue mi primer gran maestro. Riguroso y muy consciente de que la poesía es un hallazgo y de que no siempre se halla el poema, solamente el intento de fuga, un halo de luz que se apaga en la segunda lectura. No había aún poesía, pero tenía la pretensión de ser un poeta enfrentando lo imposible. La ingenuidad, el desamparo, la orfandad de conocimiento eran mi sombra. Un golpecito contra el piso de la nada, contra el pensamiento inicuo, contra el vacío. Sin embargo, escribía porque quería ser escritor, aunque escribiendo tampoco lo era.  


La vida pasaba lenta y traía ciertas imágenes o ciertas ideas de un poema. Y de allí nacían fachosos y rápidos textos que me emocionaban al instante. El tiempo era lento, pero era la verdad. Era la época en que escuchaba la música de mi generación: el rock y el pop en español que me turbaba, me emociona, como una atmósfera atrayente, como una sofisticada áurea donde alojarse para respirar la vida y el amor también incipiente, que no aparecía. Ni la realidad estaba clara, ni el deseo. Nada era cierto: solo esos cuadernos gruesos con los que viajaba con mis “poemitas” por los truncos caminos de mi adolescencia flaca, miope y risueña.  

 

Debió ser entre el 91 y 92 cuando comencé a leer con obsesión la gran poesía del mundo. No era una lectura con disciplina, ni siquiera con pausa. Tenía ganas de saber, de comer toda la mesa servida, de ganarle al tiempo y al espacio, de ponerme al día con lo dicho. Una lectura imposible, torpe, acelerada, demencial. Compraba poemarios y antologías por libras, en una librería cerca del centro histórico de Quito que ya no existe. La atendía un verdadero librero que me permitía ingresar al otro lado del mostrador donde estaban alojados los libros de poesía, en la parte baja de las estanterías. Allí me gasté los primeros salarios propios de mi vida: compré poesía ecuatoriana, latinoamericana y universal. Sin orden, sin clemencia, sin pensar en la problemática del tiempo del lector, todo destinado a una especie de momento de gracia con la convivencia de la poesía. Tuve unos maestros detrás de esas obsesivas improntas: uno, sobre todo, muy intenso y muy padre de mi obsesión: Pedro Saad Herrería (1940-2014). Él me decía Rilke y yo lo iba a buscar por las más recónditas estanterías; dictaba: León de Greiff, Neruda y García Lorca en el surrealismo, los primeros libros de Adoum, los cuartetos de Pound y yo iba tras sus pasos. Recuerdo el día en que, en una barata de libros, hallé la Obra Completa de César Vallejo, libro que fue capital para mi desvío, para mi nueva vía con respecto a la creación poética. Eso, y luego la música de los cantautores, de los poetas que cantan: Víctor Jara, Violeta Parra, Serrat, Silvio Rodríguez, Aute, José María Cano, Sabina, Pedro Guerra, Filio, muchos más.    

 

Antes de esa impronta prolongada –la de equiparme con los versos de la historia de la poesía e invernar a esfuerzo de un estudiante deseoso de leerlo todo–, fundé, junto con unas amigas y amigos, un grupo de poetas al que llamamos “Canta y flora”, un nombre rarísimo y untado con la gracia ingenua y petulante de la cursilería. Con ellos hicimos sendos recitales y lecturas de poesía (algunos inclusive teatralizados y declamatorios) en medio del principal deseo de un joven: el adueñarse del mundo en el que se siente cómodo. Con ese pretexto, decidimos “homenajear” a poetas mayores con los que teníamos alguna cercanía (mi osadía en ese tiempo ya era impetuosa: buscaba a los poetas en la guía telefónica y los llamaba). Fueron unos dos años de intensa labor y poca poesía. Me sentía destinado a estar cerca, siempre, de los poetas de mi país. Ese iba a ser mi destino. Rubén Astudillo, Victoria Tobar, Simón Zavala Guzmán y, luego, la gran Ana María Iza, fueron, entre otros, los padrinos de esta empresa desaforada que fueron mis días de búsqueda y salida hacia una contemplativa plática con la poesía de verdad. No había escrito aún ni un solo poema que valiera la pena, no se sostenía ninguno en el tiempo, pero ya tenía junto a mí la gracia de los poetas, rodeando la cabecera de mi vida.  

 

Siempre me gustó leer poemas en voz alta. Muchos, aún, me los sé de memoria. El vasto universo del lenguaje poético con fraseología épica y romántica era una forma de socializar con los demás comensales de poesía. Amaba el ritmo del verso y no me amilané a exponerlo con una voz cadenciosa, viva, segura y persuasiva. Quería conquistar al lector esquivo, difícil, recatado, oscuro que, por lo general, tiene la poesía. Quería golpear la puerta de su honda transparencia afincada en los colores más grises. Quería ser algo, alguien, alguna cosa.  

 

La niñez ha sido siempre en mí. El adulto es un niño crecido. Así también ha sido la poesía: ha ido creciendo, dejando a su poeta en el mismo estado de asombro, sometido a sus fuerzas, a sus improntas frente a la debilidad.  Un poeta siempre es un débil, alguien que no consigue la libertad de su verdugo. La poesía es una espera, un viaje, un salir y un volver. Un detenerse y volver a salir y volver a volver, porque estamos caminando en círculo, en medio de ese peculiar e indetenible fragor del tiempo que nos regresa en gateos a las palabras, aunque ellas ya no tengan nada más que decirnos.  

 

Un poema que escojo de mi último libro Tiempo abierto (2022):  



Amor constante más allá de mi constancia 

 

Yo tuve un libro de Jardiel Poncela. Un libro de aventuras norteamericanas. Uno con dibujos en dos colores. Otro sin pasta y con el hilo al aire. Tuve un libro de Faulkner que no leí. Uno con rayas de crayón que eran mis marcas de niñez con motricidad atrofiada. Un libro de recetas que olía a humedad. Una guía telefónica que me hizo feliz. Una biblioteca con el libro Ficciones de Borges. Tuve unos libros de poetas ecuatorianos que todos se mataron. Unas navidades de libros. Un intercambio de día de Reyes entre ropa o libros. Compré libros y discos a amigos que compraron más libros y discos a otros amigos. No robé libros por falta de motricidad gruesa y fina. Hice una mesa con libros viejos que me obsequió un sacerdote. Improvisé una escalera para que mis hijos suban al cielo con lomos cosidos y pastas encoladas. Decoré una habitación con libros y luego los tomos se iban cambiando de estantería. Coloqué a mis discos y a mis libros sobre los espejos y los cristos. Adapté a mis libros para arrimar las paredes. Los junté como adornos en los sitios solemnes. Llevé libros de regalo de cumpleaños y la gente dijo que los leería –e incluso sé de alguien que los leyó–. Adapté mis libros como escenario para tomarme una foto. Usé mis libros como arma para matar mosquitos medievales. Me puse más alto sobre mis libros y me peiné feliz con posición de Elvis. Hice equilibrio con los libros en mi cabeza. Alcé libros en mochilas y mis bíceps crecieron. Usé libros en mis piernas y jugué a ser un robot. Tengo libros por ojeras. Cito libros por números. Vomito libros y no conejos. Huelo los libros y luego los paso por mi cachete y veo si son suaves. He besado libros. He dormido con libros. Me he dejado seducir por ellos. He roto libros por frío, por malos asesores de corazón, por dolor de alma. Yo quiero que a mí me entierren como a mis futuros bisnietos, en la mitad de un pesado libro, en el fondo de algún discurso, en la cercanía de algún universo que tenga páginas, placeres, demonios y lacras editoriales, y que sea mi tumba un libro de pasta blanda y bond de 75 gramos y formato A5. Y que no sea eso la libertad, sino algún eterno castigo divino y bibliográfico.  

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