EntreTmas Revista Digital se engalana en platicar en esta ocasión con la poeta, investigadora y docente uruguaya Paula Simonetti.
Me siento muy honrada por la invitación a esta conversación en una revista tan bella que hace un trabajo tan noble y dedicado. Así que lo primero que debo decir es: gracias. Celebro los espacios de conversación y de escucha (o de lectura, que es otra forma de la escucha, lo mismo que la escritura que a mí me interesa producir: formas de la escucha). Esos espacios que no se reducen a un sí a un no a una certeza implacable, a un comentario veloz, lleno de “verdades” que pasan rápido con el dedo, más rápido que los árboles cuando vamos en la ruta manejando o en un ómnibus, mensajes de trescientos caracteres acompañado de una foto donde decimos ¿qué? Y a continuación, otra imagen. Y otra más. En esa galería donde estamos a la venta, no hablamos, no escuchamos. En fin, cosa sabida, pero qué lindo es esto de irse por las ramas. Uno de los placeres de la escritura ¿no les pasa a ustedes? El espacio de cobijo que les ofrecen a la poesía y a la conversación va a contracorriente. Y las celebro. Y espero que sigan armando refugios donde podamos detener la velocidad.
Me han preguntado quién es Paula Simonetti. Diría que, ante todo, es un nombre, que en verdad iba a ser otro. La historia se remonta a dos amigas íntimas, muy jóvenes, que tienen que despedirse de un día para el otro, porque una de las dos se va forzada al exilio a Suecia en medio de la dictadura uruguaya de los años ochenta. Son mejores amigas y no saben si volverán a verse. Cuando se despiden intercambian una promesa: se dicen que si alguna de las dos tiene una hija, esa hija llevará el nombre de la amiga. La amiga que se va cumple la promesa. Se establece en Suecia, reconstruye su vida, tiene una hija. Pone a su hija el nombre que prometió: el de su querida amiga que quedó en Uruguay. Esa amiga es mi mamá. Ana. La que se quedó resistiendo en Uruguay. El nombre estaba fijado por la promesa, pero mi madre tiene un sueño pocos días antes de mi nacimiento, donde una voz - la mía, según cuenta - le dice “Yo me llamo María Paula”. La leyenda familiar dice, entonces, que yo elegí mi nombre y que no hubo forma de resistir un mensaje tan contundente.
Trabajamos con palabras, pensamos en las palabras, queremos hacerles decir cosas que no dirían. Nos prometemos cosas con palabras. Decimos el amor y el odio y decimos la muerte y la alegría. También decimos “no” y decimos “¿cuánto vale?”. Y damos a otro una palabra que llevará por siempre y repetirá por siempre y, cosa un poco aterradora, hasta será, de algún modo, esa palabra. Vaya poder el de las palabras, ¿no?
Además de un nombre pegado a un cuerpo, soy, claro, una persona, y más específicamente, una mujer. A veces, me veo tentada de repetir “digo yo, por decirlo de algún modo”, como en el poema aquel de Idea Vilariño (uruguaya, por cierto), que se titula “No sé quién soy” y dice:
“No sé quién soy/ Mi nombre/ ya no me dice nada./ No sé qué estoy haciendo./ Nada tiene que ver ya más/ con nada./ Tampoco yo/ tengo que ver con nada./ Digo yo/ por decirlo de algún modo”.
Todo esto es cierto. También es cierto que todos los días me levanto más o menos temprano (aunque los sábados un poco más tarde). Me levanto, en general, en una casa que alquilo en la ciudad de Buenos Aires, donde vivo hace ocho años. Antes, vivía en Uruguay, donde estudié la carrera de Letras, y trabajé varios años en organizaciones sociales y políticas públicas orientadas a garantizar derechos de personas en situación de calle, o con diversos sufrimientos psíquicos, hombres, mujeres que sufrían violencia de género, o niñas y niños víctimas de la injusticia social que cada vez, me parece a mí, es más injusta. Y espero me disculpen el pesimismo (pero para no engañar: mi voluntad es optimista, como dicen que decía Gramsci). Milité en varios movimientos sociales, en educación popular, sobre todo, y en movimientos de cultura comunitaria, esa cultura de los barrios, la que hace la gente en las esquinas, organizándose, solidarizándose, armando tablados de carnaval, o radios comunitarias, o medios alternativos, o comisiones del barrio, o escuelitas de arte para los pibes, o murgas, o bibliotecas populares, armando pequeños mundos donde la alegría y lo colectivo existen, son realidad y norte. Me convoca eso, esa gente. Y la política. Me conmueve, sobre todo, eso. La generosidad, en sus más pequeñas manifestaciones, la resistencia, el encuentro, la amistad. Vine a Buenos Aires con un proyecto así, en una organización social y comunitaria del conurbano que tenía que ver con el arte popular. Luego, gracias a que en este país -al menos hasta ahora- la educación es pública y el sistema científico es público y de excelencia, pude hacer una maestría en sociología de la cultura, luego un doctorado en sociología, y actualmente un posdoctorado. Trabajo en una universidad pública, donde investigo, doy clases, integro múltiples grupos de investigación en sociología en torno a temas culturales. Y, en este momento, soy una más de las millones de personas que intentan defender sus derechos en un contexto político hostil y muy doloroso para las mayorías.
Coordino, también, talleres literarios en Uruguay y Argentina. Doy clases en una universidad modelo en una cárcel en la provincia de Buenos Aires, donde aprendo mucho y encuentro sentidos que a veces la academia no me provee. Tengo que trabajar bastante en cuestiones que no tienen que ver con la literatura. Como le pasa a la inmensa mayoría de quienes escriben. No me quejo, pero tal vez por mi otra faceta, la de “socióloga”, estoy muy atenta a las condiciones materiales gracias a las que una puede dedicarse, o no, a lo artístico, y de qué forma. Eso es lo que estoy investigando hace unos años. Quiénes, en qué condiciones y cómo escribimos y circulamos o no y por cuáles vías.
Escribir poesía es algo que va contracorriente de todo lo que “hay que hacer”. Pero también, y tal vez por eso mismo, “es lo que hay que hacer”. Edité con editoriales muy generosas, independientes y pequeñas dos libros (editoriales Lo que vendrá, La Coqueta, en Montevideo). Esos libros recibieron algunos reconocimientos en Uruguay (premios, menciones). Se reeditó uno, El conocimiento y la ignorancia, en Argentina, con una editorial bella, sanjuanina, llamada Elandamio. Luego, los dos libros se tradujeron y editaron en Brasil gracias a Isto é ediciones. Siempre con tiradas pequeñas, ya agotadas. Reconozco el amoroso y a veces titánico trabajo que hacen estas editoriales para poner en circulación voces que de otro modo no circularían. También varias antologías y revistas online han difundido generosamente mi trabajo a nivel internacional. Participé de diversos encuentros, festivales, ferias, en distintos lugares, donde se forma una comunidad cómplice y algo estrafalaria de personas entrañables (en general, claro que hay de todo, como en todas partes). Ahí, al amparo de esas complicidades, yo reafirmo que sí, que hay que seguir con la poesía. Sentarse a la mesa y escribir. Como decía Gelman
Confianzas:
se sienta a la mesa y escribe
«con este poema no tomarás el poder» dice
«con estos versos no harás la Revolución» dice
«ni con miles de versos harás la Revolución» dice
y más: esos versos no han de servirle para
que peones maestros hacheros vivan mejor
coman mejor o él mismo coma viva mejor
ni para enamorar a una le servirán
no ganará plata con ellos
no entrará al cine gratis con ellos
no le darán ropa por ellos
no conseguirá tabaco o vino por ellos
ni papagayos ni bufandas ni barcos
ni toros ni paraguas conseguirá por ellos
si por ellos fuera la lluvia lo mojará
no alcanzará perdón o gracia por ellos
«con este poema no tomarás el poder» dice
«con estos versos no harás la Revolución» dice
«ni con miles de versos harás la Revolución» dice
se sienta a la mesa y escribe
El primer libro que publiqué lo escribí mientras trabajaba en Montevideo en un refugio con personas en situación de calle. Yo era “educadora”, y mi tarea era bastante absurda. Iba todos los días, hasta tarde en la noche. Tenía contacto diario con situaciones duras, a las que, claro, no encontraba sentido. Quise poner palabras, otras palabras, o necesité hacerlo. Necesité romper un poco ese lenguaje cotidiano de “la pastilla”, “la comida”, “el trapo de piso”, “el trabajo que no hay”, “las sanciones”, “la conducta”, “dame un cigarro”. Necesité nombrar a Ramón, a Cristian, a Nelson, a Isabel, a Daniel. Necesité darles (o darme) un poema para ellos. Necesité abrir un tajo en esa cosa tan insólita: que exista esta realidad. Necesité ver, o inventar, un lenguaje y un mundo ligeramente diferente. Y no puedo decir que haya encontrado nada, ni dado voz a nadie (que, por otra parte, nadie me lo estaba pidiendo, ni yo lo estaba buscando). Solamente no pude hacer algo distinto, con esos afectos en mí.
El segundo libro que publiqué (El conocimiento y la ignorancia) es hijo de otro tipo de asfixia, esta vez con las instituciones, y más particularmente con la academia, sus lógicas, las normas APA y las normas por fuera de APA (tengo algunos problemitas con las normas), sus reglas, el tipo de lenguaje legítimo, correcto, incorrecto, sus cánones y exigencias, sus disciplinamientos, sus voces válidas e inválidas. Sobre todo a los comienzos de una carrera académica, después cuando una ya “demostró”, dicen, se van encontrando ciertos márgenes (que es lo que me interesa). Estaba escribiendo una de mis tesis, y en un archivo aparte, también llamado “tesis” (una forma de autoengaño muy ridícula) iba escribiendo poesía, como quien saca la cabeza de abajo del agua. Escribí las dos cosas a la vez. Es un libro donde también me habilité el humor, la ironía, el juego. Un recreo. Podría pensarse con esa analogía.
Tal vez las cosas más valiosas, más profundas o más duraderas que aprendemos del mundo y de los otros cuando estamos adentro de la escuela tengan como sitio privilegiado el pequeño recorte de espacio y tiempo donde salimos juntos y juntas al recreo. Y también fue un recreo en el lenguaje, jugar con él, hacerle decir las cosas que no podía en el registro de la tesis (porque ¡a quién se le ocurre!).
Dicho esto, me encanta la investigación y la ciencia. Y creo que hay intersticios para producir cosas muy valiosas y muy serias. Trabajo con gente que admiro mucho, a la que le estoy muy agradecida y que me enseñan todos los días a hacerlo mejor. Todo eso convive en mí. Porque, cualquiera podría decirlo con Whitman “¿me contradigo?”. Sí, “contengo multitudes”.
¿Proyectos? ¿en cuanto a la escritura? No abandonarla. Nunca.
Otra vez: gracias.
telegrama
cuando me fui del país/ te mentí un poco/ mamá/ no venía a estudiar sabés/ yo sé que sí/ sabés/ me siguieron tus cuentos de las balas de las marchas y de tu vecina/ acribillada en el baño te acordás/ en todas las marchas me acordé/ de vos/ aunque no te mandara ni un mensaje o una foto para qué/ sirve la poesía cuánto cuesta/ un alquiler/ no te olvides/ de fregar los azulejos porque después hay que entregar/ la casa y el contrato dice que los azulejos/ mamá/ yo sé que te acordás/ están llenos de sangre
(Pertenencia, inédito)
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