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ARTÍCULO: New York melancólico, frenético y también fraterno

Por: Sergio Molina

La escena final en la tercera temporada de The Deuce, emitida por HBO, muestra a Vincent en el ocaso de su vida, entremezclado con los fantasmas del pasado y el presente, deambulando melancólico por Broadway con italianos, prostitutas, negociantes, actores callejeros y amigos del pasado, camina lentamente al lado de los que van a toda prisa. Es la New York de ayer y la de hoy, con gente presurosa pero sensible, incluso underground y sentimental al tiempo. El personaje de Vincent nos representa a muchos que vemos en New York no solo como un sistema, sino como un acontecimiento de vida y un estado mental vigorizante.


En los ataques del 11 de septiembre, mientras el mundo buscaba una explicación, los bomberos, organismos de seguridad y los habitantes de la Gran Manzana estaban alertados y al mismo tiempo dispuestos a auxiliar a quien lo necesitara, el instinto de supervivencia va de la mano del deseo porque otros también puedan sobrevivir. Tememos al endurecimiento de la sociedad y a la indiferencia de las personas, como se temía en la revolución industrial al desplazamiento de la fuerza laboral por la máquina, la realidad demuestra que ayudar a los demás y saber de la circunstancia de los otros, no solo se evidencia en Acción de Gracias, Navidad o Año Nuevo cuando intentamos ser buenos samaritanos. El sentimiento en las grandes sociedades como New York es palpable, trascendiendo el icónico frenetismo de Wall Street y más allá de las melancólicas escenas de Edward Hopper y sus personajes solitarios o el caos de las obras de Basquiat. Hay más sensibilidad de lo que imaginamos en los agitados New Yorkers con sentido patriótico y humanista y en los migrantes de la Gran Manzana que como en la canción “Englishman in New York”, de Sting, se sienten también New Yorkers. Las postales de New York, además del recurrente amarillo de los taxis, el vapor de la calefacción en el piso, las personas corriendo y conectadas a algún dispositivo no retratan la sensibilidad, alerta y disposición de sus residentes atentos a emerger súbitamente ante una calamidad social o personal. Un texto sagrado dice: “El que tenga oídos, que oiga”, advirtiendo que lo que ocurre afuera está al alcance de todos, pero pensamos que la atención y el sentido del oído están limitados en los transeúntes de las avenidas que Robert Moses diseñó en sus 40 años como jefe de urbanismo de la ciudad. Cada uno va atado a sus headphones, escuchando a su gusto, a la medida de su interés o necesidad y dejando que solo la vista le advierta de los peligros de la calle. Aunque acostumbrados a los sonidos de las ambulancias en las sombras de los rascacielos en Manhattan, estamos listos al S.O.S (Save Our Souls) que convoque. Nos han impuesto que es apático quien pasa horas instalado a su computador y a sus audífonos, ello es un símbolo prejuicioso y urgente por superar. Tan personal como mi cepillo de dientes y el teléfono móvil, los audífonos establecen la diferencia entre el adentro y el afuera del individuo con el mundo, que simultáneamente complace y fomenta su personalidad, sin que ello signifique   individualismo o insensibilidad, estableciendo la paradoja de lo que aparta, pero al mismo tiempo une. Estar amontonados en un vagón o autobús permite escenificar la misma paradoja: aunque vamos a similares destinos, no todos estamos juntos ni viviendo la misma experiencia. Antes del Covid, muchos ya se habían replegado voluntariamente al confinamiento, incluso a la asepsia. más, como veteranos de guerra, estábamos listos a la causa o consigna para no contagiarnos y no contagiar. Del punto A al B nos movemos mecánicamente en una especie de trance autoinducido por lo que escuchamos, manteniéndonos dentro y fuera del mundo, tenemos un switch para conectar y desconectar con la realidad. Los humanos siempre tenemos la tendencia a abstraernos del presente cuando este se hace rudo, insoportable, agobiante o molesto, para ello también leemos, vamos al cine, fumamos, tomamos un trago, meditamos o salimos a correr, el entretenimiento y el mindfulness también son abstracción. Entramos y salimos consumiendo hiperrealidad y multiverso, pero seguimos vigilantes por quien reclame ayuda, como estar en Bryant Park y a unos pasos en la zona financiera. Entrar y salir de la realidad es un sistema binario de relacionamiento con sí mismos y con los otros.  La abstracción es solo un time-out que no debería asustarnos, porque luego conectamos de nuevo con el mundo, es lo que determino como la paradoja moderna de la abstracción, que no es un estado permanente de desinterés ni un modo en las personas.

 

El micro mundo sensible del New Yorker postmoderno

 

En la posmodernidad, somos cada vez más nómadas, nos parecemos a una tortuga: un morral en la espalda es nuestra casa, audífonos, un termo con agua o café, comida saludable y wifi, son suficientes. Sin embargo, queremos las comodidades de una exclusiva sala VIP en el aeropuerto porque la autonomía no implica incomodidad. El retiro voluntario del mundo no es solo actual, antes el granjero salía al huerto y miraba el sol o la nube que pusiera en riesgo el cultivo, leía un diario para saber si alguna guerra vulneraba la semana y volvía a replegarse en su intimidad y silencio. Hoy, como antes, sentimos esa necesidad de mirar por la ventana para saber lo que acontece a otros, pero lo hacemos como leyendo un menú, de forma selectiva, a nuestro ritmo y necesidad, lo mismo que tomar el sol o caminar al aire libre que necesitemos. Nada ni nadie puede imponer un estímulo que no queramos. El consumidor de información también determina la calidad, conveniencia y duración del estímulo, el origen del mismo y por cuánto tiempo se expone a él. El entorno sugiere señuelos de interés de todo tipo, naturales y artificiales, espontáneos y uno que otro obligado como cuando vamos a un lanzamiento o coctel. Como lo describe Aldous Huxley en su libro, Un mundo feliz: “Era la hora del recreo en el jardín…El aire parecía adormecerse al murmullo de las abejas y los helicópteros”, nos exponemos simultáneamente a lo natural y lo artificial, la abeja y el helicóptero volando y generaban en la propuesta de Huxley un sonido simultáneo y relativamente similar.


¿Qué pasa entonces cuando en casa nos conectamos y desconectamos , teletrabajamos y alimentamos a nuestra mascota simultáneamente? , conectamos y desconectamos lo mismo que en la calle, en un pequeño cuarto, adecuamos nuestro micromundo, con los audífonos cómodamente ajustados en nuestras orejas escuchamos algo de nuestro interés y a nuestra justa medida, en condiciones de relacionamiento propio, nuestra silla y vaso preferidos ratifican nuestra identidad, un cactus en la mesa de trabajo en el departamento establece el relacionamiento con el yo y lo otro. Es la adopción voluntaria de una actitud en un humano del que, digo con esperanza, no es un solitario angustiado, ni objeto de la moda o que solo vive según una partitura. Aunque persiste la segregación voluntaria o la autoabstracción, hay también una perseverante invitación a considerar al otro. Las cuestiones de: ¿existo? y ¿qué es lo mínimo que necesito para existir?, no descartan la pregunta sobre ¿Con quién más existo? Y créanme, el dinero y la riqueza ya no es la respuesta común, hay una indudable valoración y resignificación del bienestar, del confort, de los buenos amigos y partners. Estamos en una civilización sensual que está invitada a pensar la sensualidad, los estímulos y lo sentido. La seguridad que le prodigaba al primitivo una cueva y el fuego, hoy es reemplazada por la seguridad de tener acceso a la red, luego, no es indolencia o anestesia, solo que la forma de empatizar es otra y el auxilio posmoderno se hace sin que muchos lo sepan o noten, sin fanfarronear.

 

 

La soledad está resignificada y no es indiferencia

 

Las élites de New York con las que se regodeaba Andy Warhol destacaban por la vida social, fiestas, excesos y abstracción tanto como por sus donativos e interacción más allá del Studio 54. Warhol aparece descrito en su biografía como un ser creativo, empático y explorador de las emociones propias y de sus amigos, descripción que también puede ajustarse a un millennials neoyorquino. La creación de identidad no nos aísla con la participación social.

 

La soledad y el frenetismo de personas que no quieren ni pueden perder el metro en las mañanas, aquellas que crean su burbuja, un nuevo tejido social como un film alveolar o papel de burbujas de plástico para envolver, son solo modos, sin concluir que sean seres estrictamente autómatas, melancólicos, son seres selectivos y con poder de respuesta. Gilles Lipovetsky en su obra La cultura mundo, plantea que el hiper individualismo, conlleva a personas que, a falta de dioses y dogmas, están “abandonadas a su suerte”. Sin embargo, no soy tan pesimista como Lipovetsky, pienso que el modelo New Yorker de hoy es un rasgo de autonomía que toda persona debe tener. Ser autónomo y consciente son aspiraciones y logros de las personas y sociedades de hoy. Recientemente, fui consultado por una compañía financiera preocupada porque nadie quería dejar el trabajo en casa y volver a la oficina después del confinamiento pandémico. El argumento de los empleados era que trabajar autónomamente, sin el jefe observando, les generaba creatividad, eficiencia y productividad, además de sentirse mejor, entregando los encargos a tiempo. En efecto, algunos reportes lo demostraban. La compañía, con sus espacios desolados, temía que sus empleados desarrollaran rasgos de aversión social y egoísmo, convirtiéndose en lobos solitarios. Manifesté a los directivos la urgencia de aproximar a sus empleados, más que a las oficinas, a los sonidos y actividades que produce la calle, la estridencia de las bocinas de los autos, fundamentado en el estímulo que ello produce en los seres vivos para ser relacionales y empáticos. Intuí que los supervisores se preocupaban únicamente por el paradigma de vigilar y controlar al nuevo individuo autónomo. Cambié de bando y terminé entendiendo el fenómeno del teletrabajo como algo que nos advertía que el mundo había cambiado en términos de la responsabilidad y el compromiso, pero no para mal. Particularmente , no todo se quedó en casa, la postpandemia dio paso a que las personas, especialmente los jóvenes, se autoproclamaran como nómadas digitales por el mundo , trabajando y creando desde el co-working de un hotel o un glamping,  mezclando creatividad y atención en pequeños distractores. Entonces, fundamenté otra hipótesis: el asunto no era la comodidad del pijama teletrabajando en casa, el asunto era de ejercer la autonomía y reinterpretar el bienestar a la medida de cada quien que “trabajaba solo, sin sentirse solo”. En el co-working decido el ritmo de trabajo en el ordenador, mientras reacciono por el sonido de algo que cayó o por quien pasea a su perro, pide un café y luego se va, una forma de “estar sin estar y crear mientras disfruto”. Formulamos la nueva premisa: trabajo a mi modo, tiempo y lugar, un modo más común de lo que creemos, cercano al planteamiento de “La cultura mundo” de Lipovetsky, pero sin la fatalidad que supondría perder el humanismo. Estamos ante una generación que “reorganiza la experiencia del espacio tiempo” sin lesionar la vida de otros.


El individualismo como síntoma y causa preocupa en los tiempos actuales. Pero, ¿somos rotundamente indiferentes?, creo que no, tenemos claridad en cuanto a que el mundo nos necesita y a que recíprocamente nosotros necesitamos al mundo. La solidaridad, el reconocimiento y el sentido altruista de hoy no son menores a los de siempre; la posmodernidad propuso un individuo más selectivo y estratégico a la hora de saber de los otros y de permitir a los demás saber de Él, pero ello no determina, al menos en su totalidad, que la sociedad actual sea indiferente como muchos lo afirman, aún hay reacción sensorial, somos individuos relacionales e informados que escogemos de quién y cuándo rodearnos, una selección natural como lo propuso Charles Darwin cuando habló de “descendencia con modificación”, en tal sentido nos ajustamos al entorno. Entonces la aparente y preocupante individualidad es solo un inofensivo y obvio comportamiento que se ha querido representar erróneamente con el avatar de personas con audífonos, cabeza al piso y pasos rápidos por el andén. El reflejo de ayudar es evidente en las veces y el propósito con el que reaccionamos interesados en los otros y acudiendo a su auxilio incluso sin movernos, con una contribución en línea a una fundación o causa altruista poniéndonos en paz con la humanidad.


El aparente “yo me basto” no es tan así, mucho menos un fenómeno que temer, pienso que es la respuesta al reto de valerse de la mejor manera, sin perturbar a otros y al tiempo opinando sobre las guerras, las migraciones, un derrame de petróleo, la hambruna o ayudando al que se tropieza y cae en la 7ma avenida: ¿está usted bien? ¿puedo hacer algo por usted?, o compartiendo la imagen de un gato extraviado en el vecindario; estos gestos determinan empatía e interés en los New Yorkers.   Reaccionar con una simple llamada a emergencias, en nombre de otra persona que requiere ayuda, demuestra sensibilidad ante el acontecimiento de otro como yo, porque efectivamente nos hace comunes la adversidad. En las metrópolis, hay una nueva iglesia, corriente de pensamiento, vida o tribu en la que muchos concordamos sin congregarnos los domingos y coincide en la fraternidad y preocupación por quien necesite algo, sus miembros son sensibles a la ecología y el cuidado propio, contrario al pesimismo que muchos atribuyen al posmoderno hiperindividualizado en Gilles Lipovetsky. Contrario a lo que suponemos, estamos ante un hombre universal y sensible tanto en occidente como en oriente, transitamos a una individualidad que al mismo tiempo reconoce al otro en un sincretismo sociocultural que no excluye por la identidad y el origen geográfico de las personas. El fenómeno del aislamiento forzoso demostró que tomar distancia voluntariamente, a la medida de cada quien, no implicaba irresponsabilidad laboral y social. Mi hipótesis complementaria es la de que a todos nos interesa y beneficia la abstracción inducida, como descanso o regeneración neuronal, en forma de avistamiento de aves, yoga o servicio social; y fundamentalmente planteo que, aunque solos, no somos indiferentes, gracias a la resignificación de la soledad que no se concibe como aislamiento, vacío o fracaso, sino como una forma tranquila de vivir, al mismo tiempo responsable y en interrelación.


La sensibilidad no está perdida, llevar puestos los audífonos en la calle, usar el lente para la virtualidad o consumir imágenes en tres dimensiones, no significa que estemos enviando al infierno a los demás, es una posibilidad psicodélica por la que transitamos como en las obras oníricas de Salvador Dalí, desconectados del mundo convencional, hibernamos a necesidad, a consciencia y sin patear el mundo. Escogemos un estado de autoinducción en el que mezclamos letargo y frenetismo, la cuestión de si vivimos para nosotros mismos siendo indiferentes al entorno, la podemos responder con un no, porque aún reconocemos y reaccionamos al suceso, sea de forma calculada o repentina. La electividad de cada uno a la hora de sentir el viento en su cara o recibir un poco de sol es un comportamiento que no implica irse del mundo para siempre, mucho menos una patología amenazante o agorafobia.

 

Mi mirada es esperanzadora, no hay ni habrá deshumanización mientras el trance y la abstracción no sean permanentes, el hecho de que, entre horas, consumamos entretenimiento y distracción, no es más que otro grato domingo en medio de la semana. Somos comunes, coincidimos hasta en pequeños detalles, si no abordamos en una misma estación, es posible que nuestro punto de llegada sí sea el mismo. Hay un nuevo mundo, ni malo, aniquilador o endurecido, en el que también habitan la efusividad y la sensibilidad del “día del pavo”. New York en la postmodernidad es icono de muchas cosas, de negocios, frenetismo, del que va de prisa al trabajo, pero no de indolencia o deshumanización, siempre y sin dudas hay posibilidad de cantar con Billy Joel: “Don't care if it's Chinatown or up on Riverside don't have any reasons, I've left them all behind, I’m in a New York state of mind”. Quien tenga audífonos que oiga.



 
Sergio Molina (Medellín, Colombia, 1971). Escritor, panelista y conferencista. Doctor en filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana, con estudios Postdoctorales en La Universidad Autónoma de Madrid, La Universidad Pontificia de Salamanca y La Universidad de Algarve en Portugal. Magíster en Gobierno público y Magíster en Filosofía. Su línea de investigación ha sido la de "pensar los sentimientos", entre ellos el Amor, la Dignidad y la Esperanza. Ha escrito dos libros Razonamorate (Penguin), Me Voy (Universo de Letras); columnista en Colombia de los periódicos El Espectador, La República y colaborador de varias revistas internacionales de filosofía como Filosofía&co y Ethic. Su desafío académico ha sido el de enseñar a pensar los sentimientos, especialmente el amor.
 


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Grandioso artículo.

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