Foto proporcionada por la autora y tomada del periódico La Estrella, de Panamá.
Para el segundo número, tenemos la suerte de contar con una de las voces más representativas de la poesía panameña actual. La voz de Lucy Cristina Chau explora, repasa y ausculta lo atemporal de la condición humana, las búsquedas tanto desde una mirada panorámica como individual y particular de su propia subjetividad. El amor (en todas sus manifestaciones y en cada punto de intersección), la fe desde sus presupuestos y lo incalculable de sí misma a partir de su posteridad, que le proporciona “la única respuesta / a la pregunta / de [su] existencia”, son algunos de los temas que aborda su poética.
Biografía
No nací del amor, sino del miedo.
Mi primer arrullo fue el llanto materno.
Tuve por hermanos a dos ancianos que
contaban historias inventadas
y a tres hermanas nacidas en vidas pasadas,
siempre intentando olvidarlas.
Mi padre fue capitán de un barco fantasma,
sus guerras perdidas figuran
en los libros de historia
como cataclismos naturales.
Nunca leí lo suficiente,
me dieron de alta cuando aún sangraba.
Cada cierto tiempo ardo en fiebres
en las que perezco.
He rechazado besos a riesgo
de ahogarme en mi propia saliva.
De todos mis hijos, sólo uno
lleva mi sangre inscrita en la suya;
los demás no me conocen,
deambulan como huérfanos en las calles
y lloran sin consuelo, esperando
- como único alivio -
la desaparición permanente de sus caminos.
Mi nombre es impronunciable,
sigue los parámetros de lo oculto
y tiene por fundamento
virtudes aún desconocidas.
Nunca he tenido prisa en confesarme,
todos los días se pueden decir mentiras;
en cambio, la poesía…
Con ella se debe tener cuidado,
porque sus besos no reconocen el miedo
y una se adentra sin reparos
en las aguas de la verdad.
Acto de fe
Yo inventé un dios,
el hombre como tal
me era insoportable.
Lo hice eterno,
omnipresente;
le hice un mito creíble,
imaginable,
se lo enseñé a los hombres
desde niños,
cuando pueden creer en fantasías.
Le di un nombre,
para hacerlo cercano,
dejé salir de la fe en él
pequeños miedos,
de manera que el hombre
se sintiese castigable.
Credo irracional,
tejí su imagen fina,
lo hice a semejanza de los griegos,
así me aseguraba que en su celo
no fuesen a intentar hundir su vuelo.
Yo inventé al dios,
pero los hombres
al entender que no necesitaban verlo,
que su sola mención
movía montañas,
lo hicieron suyo
y lo creyeron.
Crearon cultos,
metáforas dogmáticas,
diez mandamientos,
inventaron la culpa,
de modo que dudar
fuera de herejes.
Santos y vírgenes
sepultando
a mi dios
frente a la esfinge,
falsos profetas llenando iglesias de pecado,
de juicios finales cotidianos,
de los monstruos de los santos genitales,
condenando al amor
a las almohadas hediondas
donde la inocencia
fue ahogada en esperma.
Yo inventé un dios,
murió naciendo,
fue crucificado por el goce,
sostuvo la fe,
basada en la codicia
y el hombre
me lo escupió en la cara
de vuelta
con su esencia.
Estoy criando a un hijo
en los límites y
en los abismos de la poesía,
Y eso significa
que nada de lo que diga será suficiente,
porque los poetas
cuando envejecen y se rinden
terminan por decir que en todo y poesía,
y reducen el amor a la compañía,
y limitan el amor a los homenajes
de una sociedad
que se siente culpable por todo,
y por ello consume
grandes dosis
de opio digital
y edulcorante para dietas;
y eso significa,
que mi hijo crecerá en el límite
entre la vida y la muerte,
que eventualmente
verá a su madre hacerse pedazos
por verdades que también él
aprenderá a incorporar en sus preguntas,
y que tal vez sus cumpleaños estén
más llenos de negación
que de esperanza, pero eso
será siempre un lamento remediable
en cuanto ustedes – finalmente –
nieguen a la palabra
como la elevación del concepto
y repitan obcecadamente
que una imagen
vale más que estos versos,
que la música entretiene mientras masticas,
que en el teatro puedes reírte desde tu butaca
a oscuras sin que nadie lo sienta
y que la televisión es
una lata de vegetales mixtos
para una cena ligera;
y eso significa,
que nada vine a hacer aquí,
porque los abogados
también son poetas
y los vendedores de autos
son poetas en potencia,
y un hombre que enamora a una mujer
en la calle
es igualmente un poeta,
porque este es un oficio vago
del cual nada se sabe
y todo se funde
en una palabra tan mal usada
como lo es Poesía;
y eso significa,
que mi niño morirá
habiendo perdido el sentido
en los brazos de una mujer anémica,
maniática, obsesa, inútil,
y – sobre todo –
demasiado cobarde
para decir toda la verdad
en un poema.
Infinito
Yo no sabía que
cuando mirabas al horizonte,
tus ojos podían
una distancia inentendible.
Pensé que era yo quien
te iba a enseñar el mundo
y ahora eres tú
quien me muestra las constelaciones,
eres tú quien deletrea la palabra felicidad
quien conjuga la libertad
y decide los parámetros de la belleza.
Debajo de las piedras
donde guardé mi destino,
encontraste con qué jugar
y lo hiciste una bolsita de risas
donde siempre vienes a buscarme
cuando necesitas un poco de mi voz.
Más allá de los caminos que
trazamos con tu bicicleta
te esperan anhelantes
los espectadores de mi historia,
porque eres la única respuesta
a la pregunta
de mi existencia.
Autoexamen
Hace tiempo calzo
las mismas alfombras,
digo las mismas angustias
y asumo las mismas reglas.
Decidí lavar a máquina a las preguntas;
habría que sacar las manchas con lejía,
dejarlas al sol, y entonces,
de alguna manera,
imaginar quién era.
Si no hay otra verdad
usaremos la misma.
En todo caso ya no importa
si uno es hombre, mujer,
o peón de la ajedrez.
El altar
Si yo hiciera para mí un altar
en una esquina de la casa
– visible, claro está –
para poderlo ver
desde la entrada
y al cerrar la puerta;
si estuviera obligada
a colocarme flores, frutos frescos,
vasos con agua, joyas,
y una que otra seña
de las cosas que quiero;
si yo me viera forzada
– por razones de culto –
a mantenerlo limpio,
asumiendo a la vez
la tarea de hacerlo
un altar envidiable,
una parada obligada
y que los visitantes
mirasen de reojo,
con cierto respeto
y reverencia
ese altar
endiosado
conmigo en el centro;
si yo lo hiciera,
me rendiría el tributo cotidiano,
me pediría cosas imposibles;
si me las concediera,
me daría las gracias incontables veces
me compraría regalos,
me otorgaría un diezmo,
saldría a buscarme más flores, más candiles,
no dejaría que nadie ignorase mi presencia,
mucho menos negarme, descreerme,
insinuar que no existo,
dudar de mi poder,
olvidarme.
Si yo creyera que existo
que soy por lo menos una diosa,
viviría en ese altar,
pero saldría
todo el tiempo a pasear
entre los vivos.
Biografía
Lucy Chau
Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán 2010, Premio Ricardo Miró 2008 (Sección Poesía) y Premio Nacional de Poesía Joven 2006. Es Licenciada en Humanidades con especialización en Inglés, Magister en Lingüística de la lengua inglesa y docente en la Universidad de Panamá.
Entre sus publicaciones está el poemario Mujeres o diosas, de la Editorial Universidad de Costa Rica, los poemarios La Casa Rota y La Virgen de la Cueva, de la Editorial Mariano Arosemena, el poema “IndiGentes”, edición artesanal, el libro de cuentos De la puerta hacia adentro, de la Universidad Tecnológica de Panamá, y el relato biográfico La Oveja Negra de mi familia, de la Editorial Descarriada.