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Dos cuentos y un fragmento de Odette Alonso

 

 

EL ÚLTIMO CONVOY

 

La primera vez fue en la redacción del periódico. “Tendrás que apurarte para alcanzar el último convoy” habían dicho sus nuevos colegas cuando lo presentaron como integrante del turno vespertino. René se unió a la carcajada general sin comprender qué gracia podría tener aquello. Pero esa misma noche lo supo. Había pocas personas, como siempre a esa hora, pasada la madrugada. “Ahí viene” dijo un trabajador del metro que se acercaba corriendo al andén, seguido por varios de sus compañeros. Todos se pegaron a la pared y eso mismo vio hacer a los pasajeros que esperaban. Él, por inercia, dio dos pasos atrás al tiempo que sintió una corriente de aire cálido que salía del túnel anunciando la cercanía de un convoy. Inmediatamente oyó los ruidos típicos: una especie de bufido, como si el tren soltara el aire contenido en su carrera, las puertas que se deslizan hacia cada lado, el sonido ronco que avisa el cierre, un chasquido de aire y el bramido sordo y regular de la máquina ganando velocidad. Pero delante de él no había nada. Podía ver perfectamente el andén de enfrente. Las vías estaban vacías. Sus ojos desmesuradamente abiertos miraron, todavía presas de la incertidumbre, al trabajador que pasó a su lado y riendo le dijo: “Qué raro, ¿no?...”. El resto de los pasajeros volvió a aproximarse lentamente al extremo del andén y en un par de minutos vieron entrar el último convoy, el verdadero.

Al día siguiente, cuando lo relataba en la redacción, René tuvo que confesar que sintió temor de dar el paso hacia el interior del vagón y prefirió esperar a que los otros atravesaran las respectivas puertas. Sólo entonces entró y las piernas le fueron temblando hasta la estación de destino. Y le temblaron todavía durante el trayecto a pie hasta su casa. Cuando lo vio entrar, pálido y despavorido, su madre pensó que algo malo le había pasado y tuvo que prepararle un té de tila para que pudiera conciliar el sueño, cosa que no logró de inmediato porque, ya acostado en su cama, una y otra vez volvió a ver la escena del andén como en una película de terror que se repite.

¿Qué había sido aquello? Sus compañeros del periódico le explicaron que cada noche, un par de minutos antes del último convoy, pasa un tren fantasma, invisible pero perfectamente audible.

―¿Desde cuándo? ―preguntó espantado.

―Nadie sabe exactamente ―le respondieron los más viejos―. Dicen que en él viajan las almas de todas personas que han muerto en el metro y que si te acercas a las puertas, una especie de imán te atrae con una fuerza descomunal a la que no puede resistirse ni el más robusto ni el más valiente.

―¿Y alguien se ha subido?

―Si alguien lo ha hecho, nadie lo ha visto regresar.

“Fantasías, leyendas urbanas, historias de miedo... ¡sólo falta que del tren baje La Llorona!”, se fue repitiendo esa noche mientras caminaba hacia la estación y bajaba las escaleras ya solitarias. “No había tren alguno y los ruidos deben haberlos grabado los propios trabajadores del metro para asustar a los ilusos”. Y como sabía exactamente el lugar en que quedan las puertas cuando el tren se detiene, se ubicó justo frente a una de ellas. Unos minutos después llegó la oleada de aire tibio y el gruñido del convoy invisible entrando en la estación y deteniéndose. Cuando escuchó el sonido de las puertas deslizándose, dio un paso al frente, tan largo como el que daba cada día para entrar al vagón de verdad. En un segundo fulminante cayó boca abajo sobre las vías. “No hay nada, lo sabía, el tren no existe”. Entusiasmado de haberlo comprobado y disfrutando de antemano las burlas que haría a sus compañeros al día siguiente, levantó la cabeza para incorporarse, saltar al andén y evitar cualquier contacto con los cables de alta tensión, pero un golpe tremendo encima de la nuca y una quemada instantánea, como de hierros calientes, le hicieron volver a caer. Se llevó la mano a la herida y comprobó que sangraba abundantemente. ¿Entonces estaba el tren en la estación y él yacía debajo? Justo en ese instante oyó el silbato ronco que avisa el cierre de puertas. En fragmentos de segundos, los pasajeros del andén escucharon el ruido de la máquina acelerando y perdiéndose del otro lado del túnel. Apresurado, presintiendo el próximo arribo del tren verdadero, atravesó los rieles un ratón diminuto.

POSCONCEPTUAL

 

A Cristina la sacaron de Cuba siendo una niña. Cuando volvió, traía esa fascinación, tan extranjera, por el deporte, la salud pública, la educación y todo lo que allá afuera se dice que pasa aquí. Venía como parte de una brigada de estudiantes de posgrado a los que anduvieron paseando por los lugares permitidos para turistas y enseñándoles los logros de la revolución.

La cultura, uno de esos logros, nos hizo conocernos una tarde. A mí no es que me gusten las mujeres; a ella se notaba que sí, por la mirada que me echó cuando entró en el patiecito colonial donde sería la peña de poesía y trova que organizo todos los jueves y que es una de las joyas que presume el director municipal a cuanto visitante distinguido llega a la ciudad.

Cristina era una de las poetas invitadas. No conocía nada de su obra, pero su nombre nos fue orientado desde la dirección junto con otros de ellos. Ordenamos las sillas, las rondas de lectura y de trova, los discursos de bienvenida, el brindis, la mesa de venta de libros, y todo estaba listo cuando llegaron, sudorosos y alegres, como buenos extranjeros.

Todos eran bastante malos, especialmente Cristina, que leyó unos textos rarísimos, sin pies ni cabeza, a los que llamó poemas posconceptuales. Yo dije “Qué pena”, porque esa muchacha me cayó bien. Y es que Cristina tiene un no sé qué que arrastra, que convence. Es simpática y bonita. Bueno, bonita no, pero atractiva. Un poco masculina. Tal vez eso la hace enigmática. Como sus poemas.

El ron no se hizo esperar. Primero el brindis que pagó el municipio y luego pasaron de mano en mano, con poca discreción, las botellas que los muchachos del taller llevaban en las mochilas. Todos los tonos fueron subiendo y la trova se volvió guaguancó. La poesía era cosa pasada. Gritamos, bailamos, coreamos canciones. En eso nos dio la madrugada. Yo estaba mareada y feliz cuando me preguntó si me interesaba ir a un congreso de nuevas literaturas y no sé qué más en Puerto Rico. ¡Qué pregunta!, ¿a quién en este país no le interesaría ir a cualquier cosa en cualquier lugar más allá del mar?... Le respondí que claro, tratando de que la lengua, hinchada de alcohol, no se me trabara demasiado.

Después, los americanitos se fueron yendo poco a poco a las casas donde los albergaban. Nos dimos los correos electrónicos, los números telefónicos, las direcciones postales, y Cristina se despidió con la promesa de escribirme y de volver.

Y escribió, una semana después, al email de la oficina. Dando gracias por las atenciones, recordando anécdotas y hablando del congreso en Puerto Rico. Con un tono que me recordaba la mirada de aquella tarde. Pero quién va a fijarse en un tono o una mirada, si hay una promesa de salir del país. Le seguí la corriente. Al fin y al cabo, siempre halaga gustarle a alguien, así sea una mujer.

Los correos se hicieron frecuentes, varios al día. Yo le explicaba los requisitos que nos piden aquí para darnos una visa y que hay que pagarnos todo porque nuestros salarios son en otra moneda y no alcanzan para lo que cuestan esos trámites ni los pasajes ni las estancias. Le dije que tengo familia en Miami, primos lejanos con los que casi no me comunico. Mentí, mis primos ya sabían de la posibilidad de viajar y planeábamos el encuentro. “En Puerto Rico ya estás en Estados Unidos y cualquier movimiento será más fácil; te mando la invitación”, prometió.

Y cumplió. El día que la vi en mi correo no podía creerlo. Una carta con el escudo de la universidad y la firma del rector. Cosa seria. Decía que pagaban todos mis gastos a cambio de una ponencia y un par de talleres. Sabía que el camino sería largo y tortuoso, pero éste era el anhelado primer paso.

Ése fue el día que me llamaron a la dirección. Allí estaba el teniente Vázquez, el compañero que nos atiende por la Seguridad del Estado. El director dijo algo que ni recuerdo y nos dejó solos. Entonces el teniente Vázquez me preguntó: “¿Qué tipo de relación tienes con Cristina Rosas?”.  “¿Quién es Cristina Rosas?”, pregunté, tratando de ganar tiempo y organizar mis ideas. “Tú sabes muy bien quién es Cristina Rosas”, respondió. “Ah, la muchacha de Puerto Rico, la poeta posconceptual, sí”... Él asintió con una sonrisa indescifrable. “Esa misma, la posconceptual”, dijo, “¿qué tipo de relación tienes con ella?, ¿es tu novia, tu amiga, tu amante?”.

Sentí que se me revolvía el estómago. “Vázquez, a mí no me gustan las mujeres”, protesté. “Se han mandado demasiados mensajitos para no gustarse, ¿no te parece?”, soltó una carcajada. “Ven, acompáñame”, ordenó, y lo seguí a través de los pasillos que conducían hasta la oficina de sistemas de cómputo. Romualdo, el jefe de la unidad, me miró con unos ojos que daban miedo.

“Abre ahí”, volvió a ordenar Vázquez y Romualdo dio unos cuantos clics en su computadora, que era la mejor de toda la dirección. Giró la pantalla y ante mis ojos quedó una carpeta que decía mi nombre completo. El doble clic siguiente la abrió y dejó ver una serie ordenada de carpetas que decían mi nombre y al lado el de cada una de las personas con las cuales tenía correspondencia. Una de ellas decía Cristina Rosas. Otro doble clic desplegó todos los mensajes que habíamos intercambiado en esos días, hasta el que traía la carta de invitación.

“Ni te imagines que vas a ir a Puerto Rico, mucho menos a Miami”, dijo el teniente Vázquez, “a nosotros nadie nos engaña”, y me guiñó un ojo, casi cariñosamente, antes de salir de la oficina.

RETABLO PARA AMORES IMPOSIBLES

(fragmento)

Una mujer que nunca me provoca

me ha condenado a lluvia sin motivo

y desde entonces vivo

ahogado en el deseo de su boca.

 

Silvio Rodríguez

 

Margarita esta tarde con su frío mosaico, escribo y la recuerdo avanzando entre la gente en el boulevard de San Rafael una tarde soleada de La Habana. Una muchacha menuda, de pelo lacio y negrísimo, que cuando llega junto a mí me dice “Qué bueno que te encuentro” como quien acabara de hallar su salvación.

Y la salvación era ella, aparecida precisamente cuando yo sobrevivía entre los escollos de un maremoto personal. Ella que me muestra, con misterio, escondido dentro de su bolsa tejida, un tomo forrado con papel periódico para que los curiosos no vean el título ni el autor: Milan Kundera, El libro de la risa y el olvido. “Te lo presto, pero tienes que leértelo esta madrugada; tengo que devolverlo mañana”.

Kundera, Vargas Llosa, Arenas, Novás Calvo, Lezama, libros prohibidos en la isla de los libros. “Lo trajo un español”, me cuenta. “Se lo dejó a una prima de una amiga de mi compañera de trabajo; hay que leerlo rápido”. Y no dormí esa noche, tomando notas, trascribiendo, haciendo paralelos entre las letras que devoraba y el mundo más allá de mi ventana, ese limbo parecido al de los niños macabros.

Y pensando en ella, tan bonita, aquella tarde en que la conocí leyendo sus poemas en un patio colonial, rodeada de escritores y aspirantes, todos queriendo llevársela a la cama. Y ella conmigo un rato después, caminando junto al muro que divide a la ciudad del mar.

Las olas chocan contra la piedra y echan sobre la acera un abanico de pequeños arcoíris que nos salpican. El sol se ha convertido en tibia caricia cuando nos sentamos a ver el último rayo de la tarde. “Cuando el Sol rueda detrás del horizonte”, me dice, “a veces se percibe un rayo verde… Si lo llegas a ver y le pides un deseo, se cumple”. Un deseo que se cumpla, qué sueño tan gastado y engañoso…

“Te traigo un tesoro”, dijo con los ojos muy abiertos cuando abrí la puerta la primera vez que me visitó. “Pero tienes que leerlo ahora mismo, no te lo puedo dejar”. Forrada con las páginas coloridas de una revista Unión Soviética, la edición príncipe de Fuera de juego de Heberto Padilla con la nota de la Unión de Escritores deslindándose, desacreditando al jurado que otorgó el premio. “Lo encontró un amigo escondido entre otros libros viejos de la biblioteca de su tío”.

Los libros del índex revolucionario pasando de bolsa en bolsa, de mano en mano, de ojo ávido a ojo ávido. La Biblia, Simone de Beauvoir, Piñera, Solzhenitsyn. Clandestinos como productos del mercado negro, perseguidos como agentes transmisores de epidemias. Cavafis, Sastre y Camus, Nietzsche. Las visitas y los tesoros se hicieron más frecuentes. Dos veces por semana. A veces tres.

Margarita y mis manos tanteándole la furia y los almíbares. Está sentada al borde de la cama, junto al equipo de música, revisando el puñado de discos y casetes. Tan concentrada, que su único movimiento es ese gesto instintivo de quitarse el pelo de la cara con un golpe de cabeza.

La miro desde la puerta del cuarto, en silencio. “Es un panal en el que no debo meter la mano hasta que no esté segura de que no van a picarme las abejas”, pienso mientras ella saca un disco del montón y cantamos juntas, a vivo grito “Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón” y bebemos a sorbos, del mismo vaso, un ron nicaragüense.

Y avanzada la noche la acompaño a la parada o tal vez caminamos largamente hasta la puerta de su casa, donde nos despedimos, y yo desando los pasos, uno a uno, pensando qué pensará de mí, si me querrá un poquito. Pensando si valdrá la pena perder esta amistad por un beso que inaugure el desmoronamiento inevitable. Porque el amor, cuando empieza, sella en ese mismo instante su final. Y porque el de dos mujeres es un grito imperdonable en medio de una plaza rodeada de sicarios dispuestos a atacar.

Vender el alma al diablo o vender el alma a Dios, escribo y me pregunto si no será de locos que estemos leyendo las Iluminaciones de Rimbaud, las dos del mismo libro, a veces en voz alta, como si nos confesáramos esos fragmentos la una a la otra, mientras llegan claritos los ruidos de la calle, salsa desde la grabadora de los vecinos, los gritos de niños jugando a la pelota, el timbre intermitente de las bicicletas.

En este instante somos las poetas malditas, las enfants terribles. Rimbaud y Verlaine en Centro Habana. Paolo y Françesca en un cuarto alquilado de una isla infernal. Eva y Lillith tentando a la manzana frente al árbol prohibido. Vender el alma y que ella llegue alguna tarde a ponerme su almíbar en los labios.

La cama es un colchón pegado al suelo. Ella está sentada a los pies y yo en el piso, a su lado. Tiene abierto el libro sobre sus piernas y yo escribo los versos en una hoja arrancada de un cuaderno. “Qué calor”, se queja y saca los pies de los zapatos. Los pega al suelo frío buscando un alivio. Sus pies pequeños al alcance de mi mano.

Pongo el papel entre las suyas. Ella lee, casi inmóvil, Margarita esta tarde con su frío mosaico. Y levanta la vista lentamente hasta mis ojos. Margarita y mis manos tanteándole la furia y los almíbares. “¿Qué es esto?”, pregunta como si no lo supiera, como si fuera normal encerrarse noche a noche en un cuarto con una mujer y cantar y beber y leer del mismo libro los tremendos poemas del francés y los poemas propios.

Quise decirle “que te quiero”, pero las tres palabras se me atoraron en la garganta y desataron una furia interior que no tenía más salida que el fuego de mis ojos. “Creo que te has confundido”, dice, cuando la confundida es ella. No le sostengo la mirada, cierro el libro, lo dejo sobre la cama, a su lado, me levanto de un salto y me pierdo en la oscuridad de la cocina.

Hasta allí me sigue. “No entiendo qué sucede” y me toma una mano que aparto de la suya. “No sabía que esto estaba pasando”, insiste y le doy la espalda.

Vuelve al cuarto y recoge sus cosas. “No la dejes ir”, grita una voz dentro de mi cabeza, pero ella avanza sobre el pasillo apenas iluminado. “Aprecio tu amistad, pero esto no lo imaginaba… no sé cómo enfrentarlo”. Se detiene ante la puerta y gira hasta quedar de frente a mí. Me mira a los ojos, una mirada que parece triste.

En silencio saltan los segundos. El nudo clavado en la garganta apenas me permite respirar. “Está esperando que la beses”, grita la voz desde el fondo de mi alma y hago el ademán de acercarme a su cara, pero me detengo. Espero a que sea ella quien se acerque y antes de abrir la puerta, deposite un beso leve, el último, en mi mejilla.

Margarita y el miedo de que dijera no.

Biografía
Odette Alonso

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Poeta y narradora. Nació en Santiago de Cuba y reside en México desde 1992. Autora de la novela Espejo de tres cuerpos (Quimera Ediciones, 2009), los libros de relatos Con la boca abierta (Odisea Editorial, 2006; Voces en Tinta, 2017) y Hotel Pánico (Universidad Veracruzana, 2013), así como de quince poemarios, algunos premiados, como Últimos días de un país (Premio Clemencia Isaura de Poesía 2019 en Mazatlán), con Old Music Island (Premio Nacional de Poesía LGBTTTI Zacatecas 2017) e Insomnios en la noche del espejo (Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” en 1999). Compiladora de la Antología de la poesía cubana del exilio (Aduana Vieja, 2011) y coeditora de Versas y diversas, muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea (Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2020). Su narrativa está disponible en Amazon y otras librerías en línea.

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