En este número, la reconocida escritora y académica puertorriqueña Marithelma Costa nos deleita con la entrega de cuatro relatos de su autoría. A través de una prosa magistral, rica en imágenes que describen espacios y personajes con finos y precisos trazos, la autora nos atrapa y sumerge en la fascinante realidad neoyorquina, sus calles, sus olores, sus habitantes de lejanas y diversas latitudes, sus vidas, sus trabajos, sus penurias. Cierra la sección con el cuento “Los amigos”, pieza con la que la escritora nos invita a pensar en los seres más cercanos a nuestras vidas y, amorosamente, con sus palabras, nos toca el corazón.
La invasión 2.0
Ya es un hecho consumado. En la ciudad se aceptó el nuevo régimen. Que ¿cómo sucedió? Pues de la forma más natural, como ocurren los cambios históricos. Unos cuantos se dedican a socavar las instituciones y de la noche a la mañana proclaman leyes nuevas. A pesar del tiempo que ha pasado desde que comenzó el proceso, recuerdo cada una de sus fases. Si quieres te las resumo, pero debes ser discreta. A raíz del cambio, muchos neoyorquinos se convirtieron en delatores.
Habían pasado décadas estudiando nuestro comportamiento. Vivían en túneles subterráneos y a veces nos hacían cortas visitas exploratorias. Imagino que algo debió pasar en sus cuevas durante la tercera semana de aquel invierno, pues de la noche a la mañana miles subieron a la superficie.
Parecían hombres y mujeres normales. Llevaban Nikes blancos y unos abrigos de pelo de camello que conseguían al por mayor en la calle 29 con Broadway. Entonces yo vivía en el Wholesale District y conocía al dueño del negocio. Me contó que logró la venta porque los convenció de que el color crema y el corte clásico les daban un aire de seriedad y respeto.
Nadie podía imaginar dónde dormían, pues la crisis de la vivienda ya era tremenda. Y parecía que se reunían en las entradas de los subways. Eran lugares de paso cuya accesibilidad apenas planteaba problemas pues cada semana escogían un punto de encuentro diferente. Podías verlos, pacientes y circunspectos, dispuestos a tomar trenes que jamás llegaban. Y si por casualidad alguien intentaba abordarlos, aspiraban profundamente, juntaban los dedos índice y pulgar, y susurraban: “God bless”.
Yo sabía de la invasión porque Gloria me había puesto sobre aviso. En aquella época, ella le subalquilaba el apartamento a doña María quien, tras varias crisis de salud, se fue por un tiempo a la India a vivir en un ashram. Todo salió a pedir de boca. Una mañana me preguntó si conocía a alguien y le recomendé a mi prima. Se fiaba de mí, pues la ayudé cuando estuvo enferma y quedó muy agradecida. Las dos mujeres se cayeron bien, con lo que ella pudo marcharse al ashram y Gloria mudarse a su apartamento.
A partir de entonces nos veíamos casi a diario. Y cuando no estaba muy ocupado y ella tenía un rato libre, nos juntábamos a ver la novela. Así pues, entre "Ese es un sinvergüenza” o "Aprovecha el viaje y tráeme un jugo", fue explicándome la lenta transformación que se vivió en la Gran Manzana. Con lo poco que me contó y la suspicacia que me caracteriza, pesqué en Times Square el pacto que consolidó el nuevo régimen.
Estaba en fila para comprar el Metrocard y, mientras apartaba unas monedas para una revista, se me acercó un joven con barba rubia y aspecto de hippy de lujo quien, muy respetuoso, me dijo: "Disculpe usted, ¿me puede dar cambio?". Como allí mismo había un guardia, decidí prestarle el servicio. Al cerrar el monedero, me di cuenta de que llevaba en la solapa un alfiler con forma de lagartija. Me fijé bien porque a Gloria le encanta ese tipo de bisutería. Estaba a punto de preguntarle dónde lo había conseguido, cuando me percaté de que lo llevaba prendido a un abrigo de pelo de camello. El detalle me hizo abrir los ojos y cerrar la boca.
A los pocos minutos, se le acercó una enana homeless a mi interlocutor. Bueno, quiero decir una mendiga pequeñita al elegante invasor. La mujer no tenía nada de especial, recordaba a aquellas vagabundas que se ganaban la vida vendiendo baterías Duracell en la línea L de Brooklyn. Llevaba varias faldas de colores, una chamarra de cuero, guantes de lana y una mochila mugrienta de rueditas con el logo “I ♥ New York”. El intercambio duró pocos segundos. La enana murmuró algo así como: "Please help me", y él le pasó unas monedas. Ella insistió: "C’mon, you can do better than that"; y en un acto de aparente magnificencia, el joven se desprendió del alfiler y se lo puso en la mano. Me fijé bien porque la cola del animal se movió al tocar el guante.
Cogí el primer tren que pasó rumbo al Bronx y, como aún era temprano, paré en el apartamento de Gloria para contárselo. Ella se alarmó: había sido testigo de un encuentro a altísimo nivel. Llamó a Michelle para que la reemplazara en el Billy’s Bar esa noche, y brindamos con unas cervezas a la nueva era. Esperábamos que con el cambio por fin mejoraran las cosas.
Entonces comencé a frecuentar los bares de Hell’s Kitchen pues, según Gloria, a muchos de los líderes les encantaban aquellos tugurios. Siempre que podía quedábamos en una esquina para contarme los últimos sucesos: "Por aquí estuvo Jinny, lo pasó fatal anoche". O, "Mañana se citan en el bar O'Reilly. Todos llevarán una gorra nueva de los Yankees y un mat de yoga". Como sabíamos que había espías hasta en las alcantarillas, de vez en cuando me ignoraba y otras, aparentaba ataques de estornudos.
Poco a poco fui conociendo las caras de los líderes, enterándome de los pormenores del proceso. Una noche al alcalde se le cayó todo el cabello. Fíjate qué cosa, ni que hubiera estado enfermo. Era top secret, pero me enteré por don Gregorio quien aún trabajaba en la oficina del Borough President. El hombre puso el puesto en manos del City Council y se marchó a Nuevo México. Y ¿a que no adivinas quién lo sustituyó? Pues el hipster que iba al O'Reilly con aquel mat de yoga de colores que tanto te gustaba. Tan pronto lo vi en la primera plana de los periódicos, me dije: "Esto va en serio".
Le siguió el jefe de la policía. Dijeron que lo echaban por lavado de dinero, pero no nos lo creímos. En los últimos meses se habían multiplicado las redadas y todos sabíamos que aquellos gorilas no venían al barrio a confiscar la droga que brillaba por su ausencia, sino que estaban creando una cortina de humo para facilitar la transición. El guardián de las fuerzas del orden público se escapó con el rabo entre las patas y lo reemplazó el sujeto que preparaba los sándwiches de tofu en ese restaurante vegetariano donde trabajabas los fines de semana. Sí, el que estuvo en el bar hace unas noches y se fue sin dejar propina. ¿Recuerdas que se sentó entre dos gemelos rubios? Pues son Iván y Alexis, si los ves en un callejón, sal corriendo.
Después cayeron por diferentes escándalos, el gobernador y la mayoría de los asambleístas. Todo esto sucedió en pocos meses, no te creas. El tiempo suficiente para hacer los nuevos nombramientos sin disparar las alarmas.
Lentamente los bancos, los fast foods de ensaladas y los negocios de vitaminas colonizaron los espacios que antes ocupaban las librerías, las tiendas de discos y los delis. Entonces promulgaron las primeras leyes.
Empezaron por los obesos. Dijeron que los mandaban a centros de rehabilitación, pero a mí nadie me quita que aquel rumor de que se alimentaban de nuestra energía no eran habladurías. La segunda tuvo forma de decreto: llevar identificación en un lugar visible y meditar todos los días. Lo del I.D. tenía su lógica, pues para mantener el control social es necesario saber quién anda por las calles a deshoras. Pero lo último levantó polémica. Aunque los editorialistas de los pocos periódicos que quedaban justificaron la medida con el clásico argumento de la mente sana en el cuerpo sano, los judíos se aliaron con los siks para rebelarse. El gobierno se enteró gracias a las escuchas telefónicas que había en los taxis, y el alcalde sacó a la calle la fuerza de choque. Entonces creyentes y ateos no tuvimos más remedio que levitar en grupo. El tercer edicto radicaba en la prohibición de ingerir productos cárnicos. Como para entonces estaban bien afianzados en el Poder, no protestó ni McDonald´s.
Los invasores acapararon todos los puestos de mando y como es verano, casi no se reconocen. Por lo general van en parejas y hablan de los temas más inocuos: las técnicas cubanas del ajedrez, los currys picantes y la proliferación de las mascotas. Gloria es capaz de reconocer a los que acaban de subir de sus cuevas y tomar forma humana. Me ha contado no sé qué cosa del uso del látex y las chacras húmedas, pero todavía no entiendo bien por dónde van los tiros.
Últimamente me dedico a observarlos y lo apunto todo en el cuaderno negro que guardo en esa gaveta. Como tengo miedo a que me descubran, he desarrollado un sistema de claves bastante complejo. Donde aparece “Ya es un hecho consumado”, en realidad dice “Algunos amigos desaparecen”. Y donde escribo “Aunque por un pacto tácito” debe leerse de forma intercalada “Birendra provenía de un valle que queda a cinco días de Katmandú” y “daría tres golpes en el suelo, le haría la cruz y cambiaría de acera”. Se trata de un juego que me permite burlar los controles y salvar el pellejo. Me gustaría publicar la crónica de la invasión de forma clandestina, pero aún me faltan algunos detalles. Cuando tenga el cuadro más completo, te lo cuento para ver cómo hacemos para que se viralice.
El Chess Shop
Aunque por un pacto tácito que existía entre los miembros del Chess Shop nadie aludía a ello, todos estábamos convencidos de que el nuevo ajedrecista no era un jugador más de los que frecuentamos el 230 de la calle Thompson. Tras años de visitar el lugar una vez a la semana conocía el lenguaje gestual de todos los que nos dedicábamos al deporte. Podía diferenciar a los campeones de los diletantes, discernir entre los apasionados del tablero de los que paraban allí para escapar de la languidez que adquiere la soledad en las tardes de domingo. Y el nuevo cliente no era un jugador ordinario: algo en él delataba una anomalía. Tal vez su mirada, su postura, o quizás la forma en que agarraba las piezas con el índice y el pulgar de la mano izquierda.
En aquella época el Chess Shop estaba rodeado de bares, restaurantes, cafés, librerías y tiendas de discos. En el Greenwich Village todavía se podía alquilar un apartamento por un precio razonable, pues aún no habían llegado los abogados, arquitectos e inversionistas que inflaron los precios; ni aparecido los autobuses turísticos que trasformaron el barrio en un destino de tours gastronómicos y de Sex and the City. Destacaba de otros vecindarios por la combinación de artistas y estudiantes —que gravitaban en torno al Washington Square, los cafés y las librerías—, con los nietos y nietas de los emigrantes llegados desde el siglo anterior a producir el extinto Made in U.S.A.
Y el Chess Shop encajaba a perfección con el cariz bohemio del barrio. Lo llevaba Ángela quien, tras su dignidad de reina del tablero, controlaba las idas y venidas de sus clientes. Nunca salía de su mutismo. Unos decían que era la amante de un campeón ruso, mientras otros aseguraban que había sido una jugadora sin par en sus años mozos. La verdad es que en el local no existía ni una placa que aclarara cómo era posible que una mujer estuviera a la cabeza de un espacio dedicado a enseñar y practicar un deporte dominado por los hombres.
Me fijé en el visitante la tarde que apareció Adrián, un madrileño que estaba pasando una temporada en la ciudad y se dedicaba a explorar el Nueva York alternativo. Lo recuerdo con su abrigo pesado y un mat de yoga verde en la mesa del fondo. Al ver a Adrián, se levantó y lo invitó a jugar. Y como aún no existían las mesitas de ajedrez que ahora hay en la acera —o la única era muy pequeña y la ocupaba Ángela—, se sentaron dentro. El visitante le ofreció las blancas al madrileño y estuvieron jugando varias horas sin poner el cronómetro. Volví una semana más tarde y los jugadores aún comentaban lo mal que quedó el Spanish guy. Tras un inicio que prometía, su contrincante se llevó todas sus piezas con un poker face que ya todos imitaban.
Llegó Adrián y lo invité a jugar. Me contó que no se sentía bien: a la mañana siguiente debía volver a Madrid y volar siempre lo ponía nervioso. La verdad es que su estado anímico se notaba. La partida no fue nada memorable, creo que terminamos empatados. Al cerrar, mientras servía dos cafés negros del termo del mostrador, le pregunté cómo le había ido con el ajedrecista del mat de yoga. Dijo que prefería no hablar del asunto y se tomó su café en silencio. Al rato me contó que cuando por fin se fue aquel sujeto que esperaba no volver a ver en su puta vida, jugó con una cubana magnífica llamada Yalitza. Y Yalitza pronto se convirtió en una de las jugadoras estrella de nuestro club.
Solía ir los domingos y no se amilanaba ante las actitudes trogloditas de los que se niegan a aceptar que una mujer puede manejar las estrategias ofensivas y defensivas en el tablero. Se sentaba tranquila, se concentraba y no volvía al mundo hasta haber agotado todas las posibilidades de escape del contrincante. Sus jaques mates eran letales. Solo una vez aceptó jugar con el visitante.
Una noche cogimos el subway juntos, pues resultó que vivía en los altos del Sushi Bar que hay frente a mi edificio. Fuimos andando a la estación de la calle Bleecker disfrutando de la noche de otoño. Me comentó que estaba loca por dejar el empleo de limpieza con el que a duras penas sobrevivía. Como aún no dominaba el inglés, le era difícil hallar algo más acorde a su preparación en ingeniería: así que debía conformarse con el “A Dios rogando y con el mapo dando”.
El tren tardó en llegar. Estaban reparando no sé qué línea. Encima se detuvo en Grand Central, dizque por un police action. Esa noche Yalitza venció al ajedrecista del mat de yoga en tiempo récord y estaba feliz. Comentó de pasada que la reacción del tipo fue muy extraña. Al quedar vencido, la miró como un animal de sangre fría, se frotó los pulgares e índices contra el abrigo y dijo: “God bless”. Nadie lo notó, pero a ella, que es hija de Eleguá, se le pararon los pelos.
Le pregunté qué opinión tenía del individuo. Tras pensar un rato, respondió que desde el primer día le dio repelús. Además, no entendía por qué nunca se quitaba el abrigo y siempre llevaba la misma gorra de los Yankees. Era un sujeto raro. Tenía el presentimiento de que no lo volveríamos a ver. Y si por casualidad, Dios no lo quisiera, se topaba con él en la calle, daría tres golpes en el suelo, le haría la cruz y cambiaría de acera.
Birendra o el olfato
Birendra provenía de un valle que queda a cinco días de Katmandú. Cinco días en mula, hay que aclarar; pues en los alrededores del Himalaya el terreno es tan escarpado que recorrer dos o tres kilómetros a veces toma un día entero. En su niñez no ocurrió nada digno de recordar: era el menor de una familia de once y desde pequeño ayudó a sus padres en las labores de pastoreo de ovejas y yaks, recibió las enseñanzas de padrinos, tíos y abuelos, y jugó con sus diez hermanitos. Birendra era un niño feliz. Sin embargo, cuando llegó a la pubertad, el florecer de sus hormonas coincidió con la exacerbación de sus dotes olfativas.
Como el cambio fue paulatino, al principio no se hizo notar. Pero poco a poco se fue acrecentando hasta convertirse en una facultad tan intensa que obligó al joven a buscar fortuna —y aires más frescos— en Katmandú primero, y luego a dar el salto a Nueva York donde lo conocí.
Todo comenzó con el excremento de las ovejas. Una mañana cuando iba a abrir las cuadras donde dormían, lo golpeó la sensación dulzona de la paja que cubría el suelo, se colaba por las rendijas de la puerta y llegaba hasta la casa. Como estaba medio dormido, pensó que aún no se había desprendido del sueño de esa madrugada, donde se hallaba vestido de blanco en una ciudad desconocida. Pero al entrar en el establo se percató de que era capaz de discernir cada una de las fases de la digestión del rebaño: desde el aroma agridulce y verdoso que se produce tras la mezcla de la saliva y la yerba en la rumia, hasta la etapa final de descomposición del alimento en materia fecal, con su inconfundible hedor a desecho. Percibía el conjunto de los efluvios con una precisión inusitada. Aún le faltaban palabras para describirlos, pero sospechaba que se le abría un mundo nuevo de percepciones. Y estas eran más ricas y vívidas que las que había conocido hasta entonces.
En aquellos días tuvo una segunda revelación: el aroma de la muerte de los seres queridos. Su descubrimiento sucedió cerca de la sala donde parientes y amigos velaban a su tío materno. Allí se juntó gente de las más remotas aldeas de la comarca. Birendra llegó con sus hermanos y lo primero que le impactó fue la combinación de yogur rancio, té, orines secos y polvo del camino que distinguió entre los que esperaban para darle el pésame a la familia. Cada vez que se acercaba a saludar a alguien, sabía de inmediato cuánto tiempo le había tomado el viaje y a qué obstáculos tuvo que enfrentarse. Percibía los vados de los ríos, el sudor de pies y axilas y, como era verano, hasta las cagaditas que las moscas dejaron en la ropa de los viajeros.
Y cuando entró en el aposento donde estaba lo que quedaba de su tío, lo recibió la fragancia de los pétalos de rosas y polvos rojos que lo cubrían, junto al lento proceso de descomposición al que estaba abocado. Músculos que se licúan, vísceras que se deshacen, piel que se acartona; sentía cada uno de los fenómenos químicos que acaecían en el cadáver con una nitidez admirable. Pero no era solo eso. Percibía también, a retazos, algunos de los aromas que guardaba en su recuerdo y ahora volvían a emanar de lo que fuera su tío. Sintió el olor de la chaqueta de cuero —penetrante y dulce— que llevaba, aún joven, el día de su nwaran o bautizo; el de las naranjas que le trajo a su mamá cuando le regaló su primer carrito; el sutil y reconfortante olor que provenía del cuenco de té con mantequilla de yak que bebió la última vez que celebraron el año nuevo en familia.
Entre las emanaciones de los vivos y las del muerto, Birendra se sintió atrapado en un torbellino de sensaciones saladas, ácidas, amargas, rancias, ásperas, ahumadas, dulces.... Mientras pasaban los minutos, la vorágine, que iba en aumento, lo absorbió por completo y se mareó. Uno de sus hermanos vio cómo se apoyaba contra la pared, y lo ayudó a salir. Después de caminar para que se reanimara, se sentaron bajo un rododendro. Entonces Birendra percibió la fragancia a humus que provenía de las raíces del arbusto, el olor casi cítrico de los capullos cerrados y hasta el verde, como de hierba recién cortada, de las hojas que aún no estaban allí, pero brotarían la primavera siguiente.
Estuvo navegando en aquel mar de minerales líquidos y clorofila, hasta que escuchó a lo lejos una conversación. No le fue fácil desprenderse de los olores que monopolizaban su percepción del mundo; pero se concentró en el hilo de voz que llegaba hasta él y se dio cuenta que provenía de Sam, el hijo mayor de su tío, quien le explicaba a alguien que debía ir a Katmandú a resolver unos asuntos que quedaron pendientes con la enfermedad y muerte de su papá. Justo en ese momento, Birendra tuvo una tercera revelación: debía trasladarse a la capital a fin de escaparse de los olores conocidos y descubrir otros nuevos. A los dos días pidió permiso en su casa y, con la excusa de apoyar al primogénito del difunto, se lo dieron sin poner objeciones. Por ello una semana más tarde, los dos primos emprendieron su viaje a la mítica ciudad que, desde un tiempo a aquella parte, había dejado de ser la meca de los hippies para convertirse en la megalópolis de los montañistas.
El esfuerzo físico que supuso el viaje hizo que se apaciguaran sus facultades olfativas; pero al llegar a Katmandú, volvieron como un tsunami que arrasa todo lo que encuentra a su paso. En las calles aledañas a la plaza Durbar donde se alojaron, podía discernir cada uno de los ingredientes de la pomada de tigre que los vendedores ambulantes ofrecen a los turistas del Annapurna y el olor a tristeza que se produce cuando se les frustra la venta; distinguir el almizcle auténtico del falso que los niños venden en las calles; la procedencia del pescado seco, las hortalizas y las frutas de los puestos; y el sudor de cada uno de los conductores de los rickshaws que pasaban junto a ellos entre el humo del diesel y el del incienso que quemaban en casas, tiendas y templos. Sentía a un tiempo la esencia de los árboles y las flores que crecían en los jardines de los hoteles junto a la de los perros realengos y los alimentos que se cocinaban por todas partes... Percibía la creación, la descomposición; el aroma indeleble de los que acababan de nacer y el de los que estaban a punto de dejar de ser materia viva para transformarse en recuerdo.
Resolver los asuntos legales no les tomó demasiado esfuerzo, pero sí muchísimo tiempo. Antes de que lo agarrara la cadena de enfermedades que lo llevaron a la tumba, el tío contrató a un abogado tibetano, y Sam debía firmar un sinnúmero de documentos y esperar, esperar pacientemente a que la burocracia siguiera su curso. Lo que sí les costó trabajo a los dos muchachos fue aclimatarse al ritmo de aquella ciudad de más de un millón de habitantes. Avezados a la tranquilidad de su valle, a veces caminaban durante horas llevados por la multitud, sin saber adónde iban.
Estuvieron esperando dos años en los que se emplearon en múltiples oficios. Los padres de Birendra, quienes ya lo consideraban un adulto, habían puesto las esperanzas de sacar los pies del plato en el benjamín de la familia. La frase no estoy seguro si es de Birendra o mía, ya que cuando aterrizó en Nueva York comenzó a frecuentar a los mejicanos de Queens, quienes fueron mejicanizándolo hasta que llegó un día en que los diecinueve años vividos en el techo del mundo se hacían sal y agua frente a unos tamales con mole o un mangú con cebollas y queso frito.
Pero vayamos por partes; pues antes de descubrir los secretos de los moles, Birendra se dedicó a los currys. Nada más llegar a Katmandú, se liberaron de la dolorosa labor de costaleros gracias al don de gentes de Sam y a la poderosa nariz de Birendra. El dueño de la casa donde se alojaban —que era su tío abuelo por parte materna—, se dedicaba a la venta de frutas, legumbres y hortalizas. Y una vez encaminado el papeleo, los jóvenes comenzaron a ayudar en el negocio. En el puesto, que quedaba al lado del Nepal Times, también se vendían algunas especias. Y como estas no se despachaban tan a menudo como las lentejas, el arroz, los melones amargos, las cebollas o las peras chinas, solían perder el gusto con el acumularse del polvo de la calle y el pasar de los meses.
Birendra, quien se daba cuenta de la concentración e intensidad de cada una de las especias con solo detenerse frente al saco que las contenía, le comentó al abuelo que si las mezclaban podrían vender rápidamente las que estaban a punto de caducar. El señor Bikram lo miró con atención y vio en sus ojos una certeza. Como era un buen comerciante, sospechó que se acrecentarían las ventas y le dio permiso para hacer una prueba.
Entonces Birendra se puso a crear currys. Juntó comino y semillas de cilantro bastante frescas, el cardamomo que hacía meses no se despachaba, un poco de pimienta negra —que no molió del todo—, nuez moscada y canela de Ceilán —que ya ni olían— y cúrcuma o jengibrillo. Las dosis se las fue dando su intuición y los ingredientes los fue tomando del almacén que quedaba en los bajos de la casa. La primera partida fue pequeña, una mera prueba. La tía abuela se la añadió al guiso que estaba preparando y cuando la familia lo probó, quedó fascinada. Habían comido todo tipo de salsas, pero esta tenía algo especial, algo que los hacía sentirse más vivos.
Con el visto bueno de los abuelos, Birendra preparó entonces varias docenas de paquetitos de lo que llamó, en honor a su mamá, Masala Ama Curry, y comenzó a ofrecerlos a buen precio cerca de las puertas del periódico. Como había visto las caras de fatiga con las que salían los redactores, se cuidó también de añadir algo de clavo, porque es un estimulante para la memoria y un poderoso afrodisíaco. La reacción no se dejó esperar: una vez probaban su producto, todos quedaban cautivados. La voz se regó, y pronto el puesto del señor Bikram vendía más especias individuales y currys que nunca.
Poco a poco el negocio se fue expandiendo. Birendra se dedicaba día y noche a la producción de sus currys. Se levantaba antes del alba, se concentraba en los ingredientes que había en el almacén y a veces inventaba una nueva combinación, mientras otras, repetía las de mayor venta. También solía caminar por la ciudad en busca de los golpes de inspiración que le provocaban algunos aromas. Y nunca permitía que nadie entrara en su taller mientras preparaba los currys. Cualquier objeto —sólido, líquido o gaseoso— que se interpusiera entre su nariz y sus ingredientes, podía producir un cortocircuito.
Con el pasar del tiempo, al puesto del señor Bikram llegaban clientes de todo Katmandú en busca de las afamadas bolsitas de condimento. Mientras tanto Sam, quien ya conocía los templos y parques de la ciudad como la palma de sus manos, los recorría a diario acompañando tanto a los turistas de lujo —quienes lo contrataban de guía en los hoteles—como a los mochileros, con los que establecía algún trueque. Como le caía bien a sus clientes, siempre terminaban su recorrido en el puesto del abuelo, donde solía venderles algún paquetito de curry.
Una tarde, cuando Birendra se disponía a entregar una orden en el restaurante del Hotel Ganesh, una ráfaga a jabón de sándalo combinado con palo de rosa lo llevó a mirar a una ventana y allí la vio por primera vez. Era Ari, una joven de pelo largo y negro que estaba colgando en el marco de su ventana una ristra de lo que más tarde conocería como los Bhut Jolokia, los ajíes más picantes del mundo. La combinación de olores lo afectó tanto que le pidió a Sam llevara el encargo, se metió en el almacén y preparó una mezcla en honor a la chica. Bueno, preparó la base del condimento, pues dejó un espacio en su creación para añadir los chiles que le pediría. Aunque no lo sospechaba, para Birendra se abría una nueva página en su vida, y esta lo haría salir de Katmandú y aterrizar recién casado en mi edificio.
Uno puede preguntarse por qué le atraían tanto los chiles, pues desde que partieron del Nuevo Mundo con el chocolate, el maíz y las papas, estos se expandieron democráticamente por todo el globo. De niño, Birendra había comido los ajíes amarillos que, tras un verano especialmente lluvioso, los agricultores de su aldea cuelgan de las ventanas a fin de que se sequen y de una vez espanten a los malos espíritus. También conocía los que llegaban de la China, que no eran pocos. Pero desde su ubicación en la acera, a la distancia de dos pisos, el joven se daba perfecta cuenta de que el aroma, color, forma y textura de aquellos ajíes no tenían nada que ver con los que se conseguían en la ciudad. Y era cierto. Aquella ristra de oro rojizo provenía de unas semillas producidas a muchos kilómetros de allí, en una pequeña región del noreste de la India, que el padre de Ari llevó a Katmandú a fin de experimentar con su cultivo. Unos meses antes las sembró en la azotea de la casa y tras los cuidados que les impartió la chica y el sol mañanero del que disfrutaron, las plantitas crecieron saludables y les regalaron aquel tesoro.
A partir de ese momento Birendra hizo cuanto estuvo en sus manos para hablar con la muchacha. No lo animaba la pura atracción —que sin duda la había—, sino la necesidad de que le regalara uno de aquellos ajíes para añadirlo a su nuevo curry. Hasta entonces había experimentado con las pimientas negra, verde y roja —tan difícil de conseguir—; los ajíes nacionales y los chinos. Sabía que le quedaban por probar los habaneros, los chiles de árbol y los poderosos rocotos que un turista de Sam —quien se presentó como un masterchef australiano— mencionó al comprar sus masalas. Aunque comentó que probablemente se podían aclimatar con facilidad a aquella tierra y dar varias cosechas al año, aún nadie lo había intentado o si lo habían hecho fue tan lejos de Katmandú, que sus efluvios no llegaron a la poderosa nariz de Birendra. Y por fin tenía ante sus ojos y sobre todo frente a su nariz el ingrediente que enriquecería su vida. Solo tenía que llegar a aquella ventana.
Y lo logró, claro que lo logró. Consiguió a la chica y los chiles, pero nunca me explicó de qué estratagemas se valió para conquistarla, como tampoco contó qué hizo para resolver las trabas que Inmigración les pone a los que quieren venirse a los Estados Unidos. Nunca le pregunté, pues siempre ha sido reservado y lo que sé de su vida me lo ha ido contando a pedacitos. Lo más probable es que ambos se hayan sacado la lotería de las visas, milagro que, aunque no lo parezca, de vez en cuando sucede.
Lo que no puede discutirse es que a pesar del giro de ciento ochenta grados que dio su vida, Birendra nunca abandonó su obsesión por los ajíes. Digo giro de ciento ochenta grados pues, así como era querido, respetado y hasta un poco envidiado en su tierra por su don, aquí se convirtió en un inmigrante más, en otro de los que llegan a diario a mejorar su suerte. No es que hubiera perdido su capacidad de crear exquisiteces, ni que su portentoso olfato se hubiera declarado en huelga. Muy por el contrario, desde que aterrizó en el aeropuerto Kennedy con su esposa, comenzó un viaje olfativo de veinticuatro horas al día y siete días de la semana, que aún no termina.
Al salir del avión, lo dejó perplejo el olor acre de la goma de los tapices rodantes del aeropuerto y el sutil tufo a insecticida de los sabuesos que de vez en cuando se acercaban a sus maletas. Y cuando llegó al espacio múltiple de la Terminal 4, quedó desconcertado con la densidad, calidad y procedencia del azúcar, el café y la canela que emanaban de los kioscos de Cinnabon y Starbucks.
Traían la dirección y el teléfono de unos primos que desde hacía años vivían en Queens y pensaban quedarse con ellos. El hermano mayor de Ari se la había apuntado en una libretita justo antes de salir para el aeropuerto y durante todo el viaje estuvieron imaginando cómo sería vivir en la ciudad de los rascacielos.
Mi compadre Gustavo —quien para aquella época tenía un taxi-gypsy— los encontró en el aeropuerto con las maletas en las manos y sin saber qué hacer. Se notaba a leguas que estaban varados. Con voz afable a fin de parecer un familiar, ofreció llevarlos a casa. Birendra decidió dejarse llevar por su instinto y aceptó la ayuda. Ese día Gustavo se había comido un sancocho vegetariano con ajicitos dulces.
Le explicaron que los parientes que debían ir a recibirlos no estaban por todo aquello ni respondían el teléfono. Y como Gustavo es un fiel creyente en el hoy por ti y mañana por mí, dijo que los traería al Bronx donde estaba seguro de que al día siguiente todo se resolvería. Esa noche durmieron en el cuarto de Ángel, quien estaba dando su décimo Grand Tour de los subways.
A la mañana siguiente los acompañé a la dirección de Woodside que traían apuntada y allí nos enteramos de que la tarde anterior, la policía allanó el apartamento y se llevó arrestados a todos los miembros de la familia, aun a los nacidos en los Estados Unidos. Iban en busca de unos chinos que se dedicaban al contrabando y venta de bolsas Gucci y calzado Laboutin, y se confundieron de piso. Y como debían demostrar su eficiencia y, sobre todo, mejorar las cuotas del precinto, le pasaron el caso al Departamento de Inmigración. Así que mientras Birendra y su esposa aterrizaban tranquilos en el avión de la Royal Nepal Airlines, a sus parientes les estaban tomando las huellas dactilares para deportarlos.
Los jóvenes tenían que empezar de cero y en una tierra donde solo nos conocían a nosotros. Llamaron a sus respectivas familias y ambas estuvieron de acuerdo: debían hacerse cargo del negocio hasta que sus dueños volvieran.
Y ahí sí que hubo suerte. Comenzaron a regentar el Momo Fast Food Counter que está en el fondo de una tienda de celulares en la calle 74 con la 37. Servían comida casera del Nepal y algunos platos de la India. La nariz de Birendra se fue acostumbrando al abigarrado Jackson Heights y puso tal empeño en las sazones, que pronto se ganó la aprobación de sus paisanos y la devoción de algunos foodies.
Por su parte, los primos pasaron las de Caín durante seis meses en las cárceles de Inmigración antes de que los deportaran. De los abusos y humillaciones que vivieron, nunca le dijeron nada a nadie. Pero al bajar del avión en el aeropuerto internacional de Katmandú y besar la tierra, tomaron dos decisiones: olvidarse de Nueva York y cederle su apartamento y su food counter a Birendra.
Los amigos
A la memoria de José Olivio Jiménez
Algunos amigos desaparecen, se esfuman. Es como si se los tragara la tierra. Uno los imagina lejos de la costa, felices en pequeñas ciudades celebrando el día a día con su familia. Familias de las que uno perdió las señas hace tiempo. O en nuevas aventuras de incógnito, simpre de incógnito, por los caminos de Euskadi, los pueblos del País Vasco. Hay vidas que deben pasar al clandestinaje y uno sabe dentro, muy dentro, o al menos espera, que el cariño siga, que si nuestro amor y recuerdos son tan vívidos, los de ellos no lo sean menos. La circunstancia los obligó a tomar nuevos rumbos. Nuestro encuentro fue circunstancial, pero las raíces que nos unieron siguen vivas.
Se parecen a los espías a quienes se conocen en un jardín tropical, en una fiesta con champán cerca de la casa de Hemingway. O los encuentros con el embajador del Alto Volta: efímeros e indelebles, solo recreables encomendándonos a Santa Tecla en la pantalla de la computadota que brilla, brilla hasta que duelen los ojos y de tanto dolor la persona se vuelve corpórea, aparece junto a uno.
Otros amigos tienen que pasar por el camposanto o el crematorio, pero siguen con nosotros. Uno los lleva dentro, les habla, consulta con ellos, revive los momentos compartidos. A menudo soñamos con ellos y nos dan consejos espléndidos que, si somos listos, seguimos.
Durante muchos años, mi padre fue apuntando los nombres de los que fallecían con letra pequeñita en listas que se extendían, se prolongaban hasta sobrepasar los límites de la hoja.
Hay un tercer grupo que muere sin clandestinaje, cementerio ni cenizas. Siguen vivitos y coleando sin responder cartas ni telegramas. Se pasean por los campos de Nueva Inglaterra, las calles de Brooklyn o los montes de Castilla. Lejos, muy lejos, nos mandan a freír espárragos. Borran las conexiones. Cercenan los vínculos. De mil en ciento hay noticias. Milagros que se dan a través de parientes o vecinos y, tras esas revelaciones, uno no sabe qué pensar, qué decir; y vuelve al aceite caliente y a la freiduría.
A esta altura del partido no podemos darnos el lujo de perder más amigos: la inminencia de la muerte nos rodea. Si siguen vivos, hay que cuidarlos; si los llevamos dentro, acariciarlos para que no se los lleve el viento. Y si han decidido marcharse y se pasean por Euskadi, Nueva Inglaerrra, Brooklyn o Castilla toca darles las gracias por la compañía, por lo que compartieron con nosotros en la época en que nos cayó en suerte caminar junto a ellos.
Mi tía me ha dejado este papelito bajo la puerta, a veces es muy sabia, pues escucha a los que saben. Otras, se rompe la crisma como cualquier hijo de vecino. Esto, según me contó, lo aprendió de su amiga Roberta, quien estuvo cumpliendo ochenta durante varios años seguidos.
Se enteró de que ando volando bajo desde que me tocó volver a pasar por el trance de otra pérdida, otro amigo que partió sin pasar por clandestinaje, crematorio ni cementerio. Todo es circunstancial y evolutivo, dice cuando me ve de capa caída. Todo es circunstancial y evolutivo, repite las sabias palabras de Mercedes, la mamá de nuestro querido Olivio, uno de los que se fueron, pero siguen vivos tanto dentro de ella como dentro de mí.
Biografía
Marithelma Costa
Nace en San Juan de Puerto Rico y, tras residir varios años en Madrid, se radica en Nueva York para hacer un M.A. en Columbia University. Más tarde termina su doctorado y ejerce la docencia en Hunter College. Ha publicado múltiples poemarios, estudios sobre literatura española y caribeña y libros de entrevistas. Era el fin del mundo fue su primera novela. Acaba de publicarse la segunda, La bendición de Rosalía.